“Las mujeres indígenas que acceden al poder político en América Latina desafían simultáneamente dos sistemas de dominación: el patriarcado, que niega autoridad a las mujeres, y el orden colonial-racial, que históricamente ha excluido a los pueblos indígenas de los espacios de decisión estatal. Por ello, la violencia política que enfrentan es cualitativamente distinta, sistemática y con frecuencia invisibilizada.”
En 2007, la zapoteca Eufrosina Cruz Mendoza ganó una elección popular para la presidencia municipal de Santa María Quiegolani (Oaxaca, México), pero la Asamblea Municipal anuló su triunfo alegando que “según usos y costumbres, las mujeres no pueden ocupar cargos de autoridad”.
Esto le valió amenazas que la obligaron a abandonar su comunidad, y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México documentó su caso como discriminación basada en género y etnicidad. Su historia evidencia la brecha persistente entre el reconocimiento formal de derechos y el ejercicio real para las mujeres indígenas, mostrando cómo sistemas de opresión interconectados operan simultáneamente para generar formas específicas de marginación que no pueden entenderse mediante análisis centrados en un solo eje.
Hoy, casi dos décadas después, el panorama regional presenta avances institucionales importantes: en Bolivia, la Ley N° 243 del 28 de mayo de 2012 contra el acoso y la violencia política hacia las mujeres fue pionera a nivel mundial (Estado Plurinacional de Bolivia, 2012). En México, el 13 de abril de 2020 se reformó el marco legal para reconocer explícitamente la violencia política contra las mujeres por razón de género (Diario Oficial de la Federación, 2020). En Ecuador, la reforma al Código de la Democracia de febrero de 2020 tipificó la violencia política como infracción electoral grave (Consejo Nacional Electoral del Ecuador, 2020).
Estos avances normativos han coincidido con un aumento en el número de candidaturas de mujeres indígenas. Sin embargo, esta mejora formal convive con una paradoja que no podemos ignorar: la violencia política contra mujeres indígenas persiste, se intensifica en ciertos contextos y permanece sistemáticamente invisibilizada en los registros oficiales. En el análisis de cinco países latinoamericanos —Bolivia, México, Guatemala, Perú y Ecuador— ninguno desagrega por etnicidad sus registros oficiales de violencia política de género. El Instituto Nacional Electoral de México reportó 345 personas sancionadas desde 2020 hasta mayo de 2024, pero sin informar cuántas víctimas pertenecían a pueblos indígenas (Instituto Nacional Electoral, 2024).
En Bolivia, aunque el Observatorio de Paridad Democrática del Órgano Electoral Plurinacional reporta 514 casos de acoso político y 406 de violencia política entre 2012 y el primer semestre de 2025, no desagrega por pertenencia étnica. En Guatemala, la Defensoría de la Mujer Indígena reconoce que, pese al elevado número de femicidios, no existen estadísticas sobre mujeres indígenas víctimas de violencia política. Ecuador y Perú replican este patrón.
Esta omisión no es casual; se trata de sistemas de información diseñados sin criterios de interseccionalidad que invisibilizan sistemáticamente las realidades de comunidades históricamente excluidas. La ausencia de desagregación por etnicidad constituye lo que la especialista en teoría crítica de la raza, Kimberlé Crenshaw, denomina como una violencia específica que enfrentan las mujeres en la intersección de sistemas de opresión y que permanece invisible cuando las categorías de análisis son mutuamente excluyentes.
Esta invisibilización estadística no es técnica sino política, reflejando jerarquías sobre qué vidas y violencias merecen ser contadas. Sin datos desagregados, la prevalencia específica, los patrones diferenciados y las manifestaciones particulares de violencia política contra mujeres indígenas permanecen en la sombra. Lo que no se mide no existe en términos de política pública, y lo que no existe oficialmente no recibe atención ni recursos adecuados.
Las mujeres indígenas en política también enfrentan lo que podría denominarse un “doble extrañamiento político” y, al mismo tiempo, se las construye como “demasiado diferentes” para pertenecer legítimamente al Estado moderno y como “no lo bastante legítimas” para representar a sus pueblos cuando aspiran a espacios de representación política. Este doble extrañamiento revela la “colonialidad del género”, es decir, cómo las categorías modernas de “mujer” y “ciudadana política” fueron construidas desde lógicas coloniales que excluyen constitutivamente a las mujeres indígenas.
Otro punto importante es que, en varios contextos, la violencia se intensificó después de implementar la paridad. Este fenómeno, que la literatura sobre resistencia a reformas de género denomina “reacción adversa” o “resistencia estructural”, opera con particular intensidad en contextos interseccionales.
Violencia y barreras institucionales
La violencia contra mujeres indígenas no se limita a agresiones físicas o amenazas explícitas. Adopta formas que los marcos legales actuales no capturan de manera adecuada. Una manifestación sistemática es la articulación de estereotipos de género sobre la capacidad racional de las mujeres y estereotipos colonial-racistas sobre los pueblos indígenas.
Esta violencia opera mediante múltiples mecanismos: infantilización a través de un trato condescendiente; exclusión de temas o negociaciones considerados “complejos”; esencialización cultural que reduce sus propuestas políticas a una “cosmovisión indígena”; atribución de sus logros a otras personas; e invisibilización de su propia agencia.
La violencia también es simbólica: cuando aparecen en medios, frecuentemente es de manera folclorizada, enfatizando su vestimenta tradicional o procedencia comunitaria, pero invisibilizando su pensamiento político, propuestas o capacidades de gestión. Asimismo, las barreras institucionales emergen de su posición interseccional: la ausencia de servicios de interpretación en lenguas indígenas en las instituciones electorales y judiciales (a pesar de su reconocimiento constitucional en varios países), la concentración de tribunales en las capitales y la residencia de muchas mujeres indígenas en comunidades rurales. Estas distancias implican días de viaje, costos prohibitivos y la necesidad de abandonar responsabilidades de cuidado que recaen desproporcionadamente sobre ellas.
El costo de la exclusión: democracias incompletas
En América Latina nos enorgullecemos de haber adoptado la paridad de género antes que muchas democracias del Norte Global. Pero si las mujeres indígenas siguen siendo expulsadas sistemáticamente de los espacios políticos mediante una violencia que permanece invisibilizada, sin respuestas institucionales efectivas que contemplen su especificidad interseccional, nuestras democracias operan con exclusiones estructurales.
Dieciocho años separan a Eufrosina Cruz del panorama actual: las leyes han cambiado, el número de candidaturas ha aumentado, pero la violencia persiste, se transforma y se adapta. Algunas mujeres resisten con costos personales enormes; otras abandonan la política, agotadas por luchar simultáneamente contra instituciones, partidos, comunidades, medios y una sociedad que sistemáticamente las construye como “fuera de lugar” en los espacios de poder.
La pregunta fundamental no es si podemos transformar estas estructuras, sino si podemos seguir llamándonos democracias mientras las mujeres indígenas enfrentan violencia sistemática, impune e invisibilizada cuando intentan ejercer derechos políticos que formalmente les son reconocidos.
Mientras esta contradicción persista, nuestras democracias latinoamericanas serán formalmente inclusivas pero materialmente excluyentes. NoSinMujeresIndígenas.
Alondra Servín Velázquez, posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Red de Politólogas NoSinMujeres Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.









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