Desde Rusia llegó al Festival Internacional de Teatro para la Infancia y la Juventud la obra “Privet!”, que nos transportó a otro mundo: el de Igu, un pequeño dinosaurio aventurero.
Durante el mes de noviembre, agrupaciones teatrales de distintas partes del mundo nos visitaron para participar en el Festival Internacional de Teatro para la Infancia y la Juventud, FITIJ.
En su décima sexta edición, este ya no tan pequeño festival presentó, como de costumbre, una variada programación centrada principalmente en el género de los títeres.
Al FITIJ, organizado por el Teatro Cúcara-Mácara, llegaron grupos de prácticamente todo el continente americano: Colombia, Cuba, Puerto Rico, México, Argentina, Chile, entre otros.
También, en ocasiones, cruzan el charco, es decir, vienen desde Europa para ser parte de este evento teatral que ya se ha convertido en una tradición anual esperada por todos.
En esta oportunidad, nos engalanamos como país al recibir al grupo de teatro de títeres “Privet!”, que arribó a esta cálida tierra caribeña desde el otro lado del mundo, Rusia. Vinieron para traernos otro mundo: el de Igu, un pequeño dinosaurio aventurero. ¿Sabían que el nombre de esta agrupación, “Privet!”, significa “hola” en español? Eso lo aprendimos quienes asistimos al patio-teatro del Teatro Nova para presenciar la obra Un dinosaurio llamado Igu.
Con las actuaciones y manipulaciones de Kolstov Dmitry y Liubomudrova Nina, este montaje se presenta sin palabras verbales. Salvo algunos balbuceos o sonidos onomatopéyicos, guturales o simples expresiones que reflejan estados anímicos puntuales de los distintos personajes y situaciones, no se emplean palabras como tales, ni son necesarias.
Esta solución escénica de no hablar permite, de manera inteligente, superar la barrera del idioma, ya que el ruso no es un idioma común. Por otro lado, representa un reto discursivo e interpretativo tanto para la dirección como para los propios actores, quienes deben buscar con el cuerpo y el títere cómo comunicar y expresar ideas sin hablar propiamente dicho, y lo logran, hablando el lenguaje del teatro. Aun con la premisa de lo no verbal, la puesta en escena de 50 minutos nos atrapa desde el principio.
La obra presenta una multiplicidad de acciones y situaciones que se desencadenan constantemente cuando un huevo misterioso aparece en la casa de nuestro protagonista, el dinosaurio Igu.
En un mundo lleno de caos y peligro, donde cada quien piensa solo en sobrevivir, nuestro prehistórico amigo demuestra que los pequeños también pueden ser héroes al decidir proteger el huevo en lugar de destruirlo.
En general, todos los elementos empleados están visualmente cuidados y estéticamente bellos. Son muestra de una coherencia entre la dirección escénica y la calidad en el diseño, la realización y confección de los títeres, la utilería y la escenografía.
Como una especie de caracol gigante, la escenografía, más allá de simbolizar casa, hogar o refugio, se divide en varios espacios y a distintas alturas para una mayor y mejor funcionalidad en la manipulación de las figuras titiritescas en escena.
El colorido de los personajes contrasta adecuadamente con los tonos grises de la escenografía, colocada a su vez sobre un fondo negro y todo correctamente iluminado.
La banda sonora también es clave en esta propuesta; entre sonidos ambientales y música sugerente, complementa el discurso escénico y ayuda a sostener esa atmósfera prehistórica propuesta.
La música, además de colorear momentos de la trama, evoca la musicalidad folklórica rusa y, de paso, potencia convenientemente instantes dramáticos de la historia.
Como buenos titiriteros y llenos de energía, Dmitry y Nina mostraron su habilidad para manipular acertadamente muchos tipos de figuras animadas.
Títeres de boca, articulados, gigantes, algunos de mano, otros de cuerpo, de mesa, de brazos, terrestres, acuáticos, híbridos e incluso voladores. Pasaban con agilidad y destreza de uno a otro sin perder tiempo ni ritmo, manteniendo a la audiencia en constante atención. Que, dicho sea de paso, sabemos lo exigente y difícil que es el público infantil y juvenil, pero estos dos actores rusos lograron sostener plácidamente nuestra curiosidad dominicana.
La historia de Igu es sencilla, nada pretenciosa. Incluso puede ser tan común y parecida a cualquier cuento infantil de dinosaurios de cualquier parte del mundo. Pero ahí radica su encanto: en lo cercano, en lo común, en la manera en que desde otra latitud vienen a contarnos una historia parecida pero que a su vez es diferente. Porque, al fin y al cabo, lo que importa es disfrutar la aventura de viajar juntos en el teatro y, por un momento, distraernos de la realidad.
Ambos actores consiguen contagiar en todo momento a los espectadores con animosidad. Involucran a la audiencia para que sea partícipe de la experiencia teatral, traspasando aquella cuarta pared, innecesaria en este tipo de montaje y con este público.
Con una dirección escénica clara y precisa, Kolstov Dmitry, quien también escribe y actúa, supo combinar entretenimiento con reflexión en Un dinosaurio llamado Igu. Sin darnos cuenta, entre persecuciones, risas y aventuras por tierra, agua y aire, esta historia de dinosaurios nos invita a descubrir nuestra humanidad y a recordarnos que la empatía y el respeto son más poderosos que la fuerza bruta.
¿Quién dijo que el idioma en el teatro es una barrera? Todo lo contrario. Entre el frío ruso y el calor dominicano, Nina, junto a su compatriota Dmitry, demuestran que el apetito por la aventura y el deseo de dialogar son más fuertes que el miedo a no ser comprendidos o aceptados.
Por su parte, Igu nos recuerda que el viaje hacia la fantasía colectiva es sencillo; solo requiere un poco de valentía, el pasaporte de la esperanza y el sello de la imaginación. Porque cuando el idioma es el teatro, la humanidad vive. Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.









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