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Los sucesos que sacuden la sociedad provocan diversas reacciones. Sin embargo, a medida que el dolor y la angustia individual se manifiestan en todos los ámbitos, el fenómeno evoluciona hacia un estado de shock colectivo. En nuestro país, el impacto derivado del derrumbe del techo del Jet Set expone la fragilidad de la vida, sumándole las ironías de transformar, de repente, la diversión en tragedia.
La inmediata unión familiar, los lazos afectivos, la crudeza de la orfandad inesperada, aquellos que estuvieron en el sitio incorrecto, hasta los afortunados que sobrevivieron, reflejan el azar y la fatalidad como una constante histórica. Numerosas historias y dramáticas confesiones impulsan la fe en un altísimo porcentaje de supervivientes, determinados hoy más que nunca a emprender el camino de la religiosidad.
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Es innegable que un evento de profundo impacto en la sociedad nos lleva a la introspección, al recogimiento y a potenciar el afecto, usualmente ignorado por la rapidez con la que vivimos. Así, llega una nueva perspectiva de la vida, influenciada por la tragedia que nos hace más sensibles a los aspectos verdaderamente importantes y humanos.
El dolor persiste, tanto en los familiares como en amplios sectores ciudadanos, y, conforme la rutina diaria se aleje de la fatídica noche del lunes 8, los directamente afectados por la pérdida de sus seres queridos requerirán de la inmensa solidaridad y el apoyo incondicional de profesionales de la conducta, fundamentales en un tramo significativo de sus vidas.
Finalmente, en medio del dolor, resulta esperanzador reconocer la labor de instituciones, el sector privado, la iglesia y una ciudadanía con gran capacidad de mostrar el lado humano de nuestra gente, siempre dispuesta a unirnos en la tragedia y a contribuir con gestos excepcionales para sacar lo mejor de nosotros.
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