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La noticia del fallecimiento opacó mi día: murió Francisco, el cura que vino del confín del mundo para dirigir la iglesia más influyente del cristianismo.
Un sacerdote proveniente de los barrios pobres de Buenos Aires, capital de Argentina, conocida por su fútbol y por ser una de las ciudades más hermosas del gran continente Iberoamericano.
Francisco fue humilde, como lo fue San Francisco, de quien tomó su nombre papal. Sin pretenderlo, porque no era su estilo, se convirtió en una especie de ídolo.
Las multitudes lo seguían dondequiera que sus viajes por el mundo lo llevaban. Su recibimiento triunfal en la nación más poderosa del mundo fue memorable.
Su influencia era global. Nunca ocupó los apartamentos papales, se estableció en la casa vaticana, llamada Santa Marta, y desde allí, trató de convertir a la iglesia universal, en una en sintonía con Cristo.
Cambió muchas cosas, empezando por las corruptas finanzas del Vaticano. Nunca temió un atentado y se mezclaba con la gente, humilde, sencillo y con una sonrisa.
Era un hombre con dolencias y de cierta edad, pero eso no le impidió seguir adelante con su objetivo de transformar la iglesia más grande y poderosa del mundo, en lo que Cristo había dejado en su paso por la tierra.
El lujo y las ceremonias, parte de las costumbres ancestrales de la iglesia, le eran necesarias, pero no indispensables. Consiguió, a pesar de su salud delicada, impartir la bendición apostólica, urbi et orbi.
Recibió a jefes de Estado, pecadores y justos, con todos tuvo una palabra amable y compasiva. Buscó la paz y la caridad con los refugiados, víctimas del caos que impera por todas partes.
Descanse en paz un héroe del caótico siglo XXI a quien acoge en sus brazos el Cristo Resucitado.
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