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Washington – La llegada de Ron Johnson a México como embajador de Estados Unidos causó revuelo debido a los antecedentes militares, de espionaje y diplomáticos del emisario de Donald Trump.
Desconfiados y alarmados por los indicios imperialistas en el carácter del presidente estadounidense, hubo quienes incluso especularon que Johnson llegó para preparar una intervención directa de Washington en México contra el narcotráfico y para nutrir una lista de narco-políticos.
Recuerdo que algo similar ocurrió en la comentocracia mexicana cuando Trump, en su primera presidencia, envió a Christopher Landau como su representante diplomático.
El ahora subsecretario de Estado resultó ser un adorno en la embajada de Estados Unidos ubicada sobre el majestuoso Paseo de la Reforma.
La dirección y estrategia de la relación con México durante la primera presidencia de Trump se coordinó y se diseñó desde la Casa Blanca; el responsable fue Jared Kushner, yerno del mandatario.
Ante esa realidad de política exterior, a Landau no le quedó otra opción que pasearse por México para dedicarse a promover nuestras bellezas naturales, turísticas y envidiables tesoros culinarios.
Es demasiado pronto para elucubrar un pronóstico de que Johnson terminará emulando a Landau en sus labores en México. Entre ambos hay abismos de diferencia.
El actual embajador estadounidense, por su perfil, se ajusta perfectamente a los intereses de la nueva Casa Blanca trumpista. Como en la primera presidencia de Trump, su yerno experimentaba e improvisaba; Landau fue una especie de monigote privilegiado.
En el diminuto círculo de auténticos asesores con influencia sobre Trump, y a quienes realmente escucha en estos momentos, destaca un personaje siniestro que odia a México y a los mexicanos: Stephen Miller.
Este consejero y actual subjefe de gabinete en la Casa Blanca fue quien, en 2015, le metió a Trump en la cabeza lanzar una cruzada contra la inmigración indocumentada, tildando a los mexicanos de narcotraficantes, violadores, asesinos y criminales, además de asegurar que obligaría a México a pagar los gastos para construir un muro en la frontera sur de su país. Lo que al principio pareció ser un chiste de mal gusto, resultó ser todo un éxito electoral.
En mayo de 2016, Trump ganó la nominación presidencial republicana y en noviembre de ese año le ganó a Hillary Clinton el Poder Ejecutivo.
Nadie, ni Kushner, excepto Miller, regresó a la Casa Blanca con Trump para el segundo cuatrienio presidencial tras la derrota con Joe Biden.
La aversión a México y a los mexicanos de Miller se agudizó mientras su jefe y él estuvieron en la banca política soñando con la venganza.
El laboratorio racista de aprendizaje de Miller forjó la nueva realidad: las deportaciones masivas de indocumentados, los aranceles, la militarización de la frontera, incursiones de espionaje en la República Mexicana con la anuencia forzada de la presidencia Claudia Sheinbaum por medio de drones, aviones militares; buques de guerra en aguas limítrofes, un embajador espía-militar y el impuesto a las remesas que desde Estados Unidos envían nuestros connacionales.
Es Miller y no Johnson el verdadero encargado de la relación con México. Ni siquiera Marco Rubio, el Secretario de Estado, quien hasta se cuadra ante el subjefe del gabinete presidencial, como se ha demostrado y visto en la Oficina Oval de la Casa Blanca durante los encuentros de Trump con dignatarios extranjeros.
Sheinbaum hizo bien en marcarle la línea al embajador de Estados Unidos para relegar el trato con el emisario diplomático de la Casa Blanca a la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Abrir las puertas de Palacio Nacional a un espía militar manejado por Miller implica demasiados riesgos para los intereses del país y sobre todo para la imagen de la investidura presidencial.
POR J. JESÚS ESQUIVEL
COLABORADOR
@JJESUSESQUIVEL
EEZ
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