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El dembow, espejo de la vida social en República Dominicana

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Con frecuencia, en su pobreza verbal, el dembow condensa una densidad testimonial que sacude, incomoda y revela.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Entre callejones, tejados de zinc y celulares con micrófonos, una generación ha hallado su megáfono en el dembow.

Santo Domingo.- A lo largo de la historia, la música ha sido el idioma de los pueblos, refugio de quienes no hallan lugar en el discurso oficial ni acceso a la expresión social. Así han surgido ritmos, que hoy incluso forman parte de las bellas artes, pero que en el pasado eran vistos con recelo.

El merengue y la bachata tuvieron que romper muchos obstáculos, incluyendo el desdén social porque eran vistos como algo de la periferia, hasta que con el tiempo se han convertido en los ritmos distintivos de República Dominicana.

Ambos ritmos en sus inicios fueron marginales, incluso objeto de grandes críticas por el uso de lo que se conocía como “doble sentido”, que no llegaba a la vulgaridad, pero sí sobrepasaba los niveles de picardía que la sociedad de entonces aceptaba como aceptable.

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El dembow actualmente recorre el mismo camino de crítica y desprecio, mientras crece y se expande en el gusto de una generación a la que poco le importan las formas.

Rechazado por amplios sectores de la clase media y las elites culturales debido a la narrativa irreverente, directa y sin filtros de una juventud marginada que ha encontrado en este ritmo su espejo, su trinchera y su megáfono.

Las letras lanzadas sin estéticas, como se dice en los callejones. Nace y se desarrolla en los barrios populares, entre caseríos y techos de zinc, donde escasean las oportunidades, la educación formal y la movilidad social.

En ese contexto, los jóvenes han aprendido a hacerse visibles con los medios a su alcance: un celular, un beat descargado, una lírica que tal vez no pase por la sintaxis culta, pero que pulsa con la urgencia de una realidad cruda.

Entre las estrechas calles de Capotillo, que terminan en cañadas, la orilla del río Isabela o en despeñaderos abruptos, se encuentran modernos estudios de grabación prácticamente solo para el dembow, entremezclado en una subcultura tipo las favelas.

Muchos de los exponentes del dembow carecen de formación académica formal o al menos es algo precaria. Tienen vocabulario limitado, producto de entornos donde el acceso a la lectura es escaso y la escuela a menudo juega un rol deficiente.

Pero esa “escasez lexicológica” o el uso de términos inapropiados no es necesariamente sinónimo de falta de contenido. Con frecuencia, en su pobreza verbal, el dembow condensa una densidad testimonial que sacude, incomoda y revela.

Las letras del dembow no pretenden moralizar ni maquillar. Hablan de sexo, de dinero, de violencia, de aspiraciones cortadas por la precariedad.

A simple vista, pueden parecer vacías o incluso perniciosas, pero al analizarlas sin prejuicio se descubre una gramática del abandono, una poesía rota donde se nombran las heridas que la sociedad prefiere ignorar.

En “La Máxima” de El Yala, el verso “Yo salí de la pobreza y no fue por la escuela, fue por la calle, fue con la secuela” resume una percepción ampliamente extendida: que las vías formales están cerradas y que el sistema no ofrece opciones viables.

En “Los Aparatos” de Kiko El Crazy se dice: “La policía no entra pa’l bloque, si entra sale sin radio ni toque”, cuestionando directamente la autoridad institucional y reflejando la desconfianza profunda hacia las fuerzas del orden.

Kiko el Crazy muestra una realidad de Capotillo que recientemente quedó expuesta cuando varias agencias anunciaron como una acción trascendente el haber ocupado ese sector con la participación de 700 agentes y varias agencias de seguridad ciudadana, en adición de 50 fiscales.

Los temas de este artista urbano reflejan eso mismo, pero utilizando sus términos y sin miramientos.

Para muchos críticos, el dembow es poco escuchable. Su ritmo repetitivo, su producción rudimentaria y sus letras “pobres” lo convierten en un blanco fácil de descalificación.

Sin embargo, esa forma “defectuosa” es parte de su potencia. No es sofisticado porque no pretende serlo. No busca reconocimiento institucional, sino callejero. Y es justamente en esa lógica que se afirma como una subversión cultural.

En vez de endulzar la realidad, el dembow la amplifica. Es una estética del exceso, del descaro, del goce inmediato.

En un país donde las instituciones fallan, donde el futuro es incierto y el presente es frágil, el dembow no ofrece promesas: ofrece desahogo. Es, en cierta forma, un acto de resistencia: “aquí estamos, nos escuchan les guste o no”.

La canción “Que lo que” de Chimbala, por ejemplo, repite: “Que lo que, dime a ver, ¡prende la hookah pa’ que vo’a beber!”. Esta frase aparentemente vacía revela una práctica extendida en los barrios: la búsqueda del placer inmediato ante un futuro incierto.

El juicio moral tradicional no ha dudado en calificar al dembow como “degeneración cultural”.

No faltan quienes claman por su prohibición, ni las voces que lo acusan de incentivar la promiscuidad o la delincuencia. Pero esta mirada suele puede estar obviando que el dembow no crea el contexto que describe, sino que emerge de él.

La sexualización temprana, la violencia entre jóvenes, el culto al dinero fácil son realidades palpables en los barrios, alimentadas por la falta de acceso, la ausencia de oportunidades y la debilidad institucional, realidades que suelen reflejarse en las letras no rebuscadas del dembow.

Una de las exponentes más representativas de la sexualización que describe esta música es Yailin La Más Viral. En su tema “Chivirika” junto a El Alfa, canta: “ella e’ chivirika, le gusta que le den pela”, una frase que ha sido criticada por trivializar la violencia erótica, pero que no se puede desvincular de los modelos de relación normalizados en los barrios.

Otra muestra de la violencia cotidiana la brinda el tema “Tu Cuerpo Me Dice” de Haraca Kiko, donde se escucha: “Si te me guillas, yo te jalo pa’ atrás / que tú sabe’ que aquí se resuelve con plomo, no con bla bla”. No se trata de un llamado literal a la violencia, sino de una traducción musical de un entorno donde el diálogo parece haber sido desplazado por la fuerza.

En la marginalidad estas realidades adquieren carácter de repudiables, pero en los ambientes de oropel se repiten por igual, pero que más discreción y complicidad social, aunque en el dembow se describe de manera descarnada en el dembow.

El ascenso del dembow no solo se ha quedado en lo musical. Ha dado lugar a un ecosistema mediático y empresarial que ha redefinido la comunicación popular. En el centro de ese universo está Santiago Matías, conocido como Alofoke, una figura que despierta tanta admiración como rechazo.

Su plataforma “Alofoke Radio Show” y el conglomerado digital que ha tejido en torno a ella, han servido como escaparate para artistas urbanos, influencers de barriada, y figuras polémicas que antes no tenían espacio en los medios tradicionales.

Desde una mirada crítica, se puede argumentar que su éxito se ha construido sobre el morbo, la trivialidad y la espectacularización del conflicto. Pero también es cierto que ha roto barreras de clase, ha visibilizado realidades postergadas y ha generado un modelo de negocio digital que conecta con una amplia audiencia.

Alofoke ha sido clave en el ascenso de artistas como El Alfa, Rochy RD y La Perversa, quienes han sido recurrentemente entrevistados y promovidos por su canal.

Alofoke es, en sí mismo, un producto de esa subcultura. Hijo de los barrios, intuitivo y sin formación clásica, ha sabido leer a su público y entregarle algo que lo represente, aunque eso desafíe los cánones de la comunicación institucional.

Parte de su éxito se explica en el cambio de paradigma en el consumo cultural y mediático dominicano, así como su capacidad de congregar a su alrededor personas que con su sola presencia proyectan las realidades reflejadas en las periferias.

El éxito de Santiago Matías es el mismo del dembow, por eso ambos han crecido en paralelo, desconcertando a quienes no han entendido que ambos son instrumentos de quienes han tenido que dar un golpe en la pared para ser escuchados.

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