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Antes de que su sonrisa eterna se marchara, los ojos marcados por el pánico y el dolor la recordaban destrozada por el asesinato de su esposo, Pedro Joaquín Chamorro. Era una Nicaragua doliente, fruto de una dictadura atroz, que elevaba la crueldad a un nivel sangriento, con un Somoza afianzado en el poder y con licencia para eliminar cualquier expresión de disidencia.
En toda la región, la solidaridad y la obtención de recursos se convirtieron en regla para quienes amaban la libertad. Así, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) encontró el apoyo y, un 19 de julio de 1979, los ciudadanos de la patria de Rubén Darío abrían las puertas de la esperanza.
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A Violeta Chamorro y su familia les tocó una gran responsabilidad en la construcción de una conciencia definida por los anhelos de democratización de su país. Error de cálculo. Los nueve comandantes ascendieron al poder por la vía revolucionaria y, en muchos casos, reprodujeron los vicios que combatieron. Llegaron los excesos, la intolerancia y la ruptura con la viuda emblemática que, desde el periodismo, defendía la lucha de su esposo y los anhelos de libertad.
Se rompió el núcleo de entendimiento de un país para todos. Era un momento de la historia envuelto en la retórica de Fidel Castro, que exhibía en el mercado de sus ideas la intención de replicar su experiencia en la nación centroamericana. Allí se transformó el esquema de sumisión a los nuevos gobernantes, dando paso a un espíritu que anhelaba una verdadera apuesta plural y de tolerancia hacia el que pensaba diferente. Por eso, los ojos de la sensatez impulsaron elecciones en 1990 y eligieron a Violeta Chamorro como presidenta de Nicaragua.
Su cabello canoso, su sonrisa constante y su trayectoria caracterizaron una nueva esperanza. Aunque también habilitaron una modalidad de “irse” pero quedarse, porque una reforma constitucional preservaba en la máxima autoridad militar a Humberto Ortega. Con tacto y prudencia, con demasiadas dificultades, la apuesta democrática cumplió su tarea. Lo lamentable, que un regreso inicialmente revestido de competencia democrática haya reactivado en las calles del país los niveles de intolerancia y persecución de todo lo que no se someta al binomio Ortega-Murillo.
Sus días concluyeron en Costa Rica, país amigo y siempre solidario en tiempos de desgracia para los nicaragüenses. Y de ella, la apertura eterna y su incansable vocación por el diálogo. Recuerdos imborrables de los que observamos con desagrado un sandinismo degradado y desconectado de tantas horas de luchas e ilusiones. Desde el rincón caribeño, al que Pedro Mir describió en el mismo camino del sol, un justo reconocimiento a su titánica labor y excelente contribución al respiro de pluralidad democrática en su Nicaragua querida.
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