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Siempre me acuerdo de la advertencia de los hermanos De La Salle cuando, ante alguna travesura inocente, aconsejaban al alumnado a denunciar al culpable de la falta, pues no debíamos callar “por un mal entendido sentido del compañerismo”. Lógicamente, todos conocíamos las consecuencias que sufría quien osase denunciar al infractor, y no existiendo una especie de delación premiada, no nos quedaba otro camino que atenernos al código de la omertà: el del silencio frente -y la no colaboración con- las autoridades.
Si aceptamos como ley universal que, en la vida, uno empieza con pequeñas faltas y luego realiza crímenes, ciertamente nuestro comportamiento era preocupante. A menos que creamos, como afirmó Thomas de Quincey, que “si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”. O como diría Zizek: “¡Cuántas personas iniciaron su camino de perdición con alguna inocente violación en pandilla, que en ese momento no tenía gran importancia para ellas y terminaron compartiendo los platos principales en un restaurante chino!”.
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Humor negro aparte, lo cierto es que los seres humanos, sin ser ángeles ni demonios, somos esencialmente buenos. Contrario a lo que cuenta William Golding en El señor de las moscas, los seis muchachos tonganos que en 1965 naufragaron y sobrevivieron en una isla desierta por más de un año mantuvieron la calma, cooperaron y crearon una comunidad, sin recurrir a la violencia o al caos como los protagonistas de su novela. Más aún, la ciencia ha demostrado que la mayoría de los primates, especialmente los bonobos, muestran conductas empáticas, cooperativas y bondadosas, reflejando rasgos compartidos con los humanos.
Pero sería exagerado postular que todos somos buenos en el sentido del poema Los justos de Borges, es decir, porque cultivamos un jardín, agradecemos que haya música o acariciamos un animal dormido. Y es que Hitler hacía eso y no era en modo alguno un hombre bueno o justo.
En verdad, allí donde reina el pecado estructural, muchos no tenemos la valentía de actuar conforme los preceptos legales, morales o religiosos, lo que los sistemas totalitarios aprovechan para consolidarse. Como bien demostraron los experimentos de Stanley Milgram analizados en su obra Obediencia a la autoridad, gente buena es capaz incluso de torturar a inocentes, obedeciendo ciegamente las órdenes de las autoridades. Y es que gente común y decente puede integrarse fácilmente al servicio de sistemas malévolos, como evidencian también los testimonios de Aquellos hombres grises de Christopher R. Browning y Los verdugos voluntarios de Hitler de Daniel Goldhagen.
Ya lo dice Ismael López Gálvez: en este mundo necesitamos personas que “pudiendo elegir, deciden hacer el bien”, sometiéndose “a una ley moral, sagrada, que los empuja a poner orden frente al caos aun a riesgo de perder su propia vida; esos que deciden sacrificarlo todo a la santidad del deber porque su razón lo reconoce como algo imperativo. Ellos, como diría Kant, se han elevado totalmente por encima del mundo sensible, y también están ahí, velando por lo justo, ocultos en la heroicidad de lo cotidiano, siendo -como decía aquel viejo poema- buenos en el buen sentido de la palabra”.
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