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España está en llamas. Sí, está incendiándose, consumiéndose, quemándose. El fuego ha engullido miles de hectáreas esta semana, y la clase política ha consumido lo poco que quedaba en pie. Unos y otros se han enredado en ese otro gran incendio que son las redes sociales, y las lenguas de fuego, por desgracia, se han cruzado en X al mismo tiempo que se unían los dos focos de Chandrexa de Queixa.
Circulación ferroviaria interrumpida, carreteras cerradas, personas que han fallecido calcinadas, brigadistas heridos, ciudadanos evacuados de sus hogares, problemas respiratorios por el humo y una pérdida medioambiental incalculable. Y en ese basurero en llamas que se ha transformado la esfera política, lo más relevante en los últimos días no es lo que arde, sino las vacaciones de agosto. El arma arrojadiza es el descanso. Las vacaciones. Quién las está gozando, quién las suspende, a dónde se ha viajado, si hay o no fuegos artificiales en los perfiles o cuántos vinos se han bebido en estos días.
Los tuits no apagan incendios. Lo dijo el mismo ministro que un día se dedicó a avivar el fuego en redes con sus fanfarronadas. El olor que tristemente se ha convertido en parte del paisaje veraniego en Galicia se disimula por el hedor que emana de las pantallas. A esto hemos llegado. Después se cuestionan por qué la población está quemada.
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