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“Jamás volveré a verte”, el lamento de una madre tras la caída del Jet Set

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Pero esa sonrisa se transformó en llanto al pronunciar el nombre de su hijo, Miguel Ángel Pérez Suárez, una de las víctimas del derrumbe de la discoteca Jet Set.

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Guillermina lo sabe: la muerte le arrebató un hijo, pero no podrá borrar su recuerdo.

Las puertas se abrieron y en medio de la sala, Guillermina Suárez Jiménez intentó mantener una sonrisa. Pero esa sonrisa se transformó en llanto al pronunciar el nombre de su hijo, Miguel Ángel Pérez Suárez, una de las víctimas del derrumbe de la discoteca Jet Set. Su voz, entrecortada, solo pudo pedir lo que le quema en el pecho desde aquel 8 de abril: justicia.

Miguel Ángel era su hijo mayor, padre de siete hijos, camionero en Estados Unidos y, sobre todo, un hombre de familia. Había vuelto a República Dominicana para celebrar sus 50 años y abrazar a su madre, sin saber que ese viaje sería su último encuentro con la vida.

En la casa de Guillermina, las paredes cuentan la historia de Miguel Ángel. Una fotografía en blanco y negro lo muestra cuando era niño; otra, más reciente, lo retrata junto al comunicador Maicol Miguel Holguín; y en la pared opuesta, una imagen de su última noche, acompañada de la frase: “Paz a su alma”.

Ese lunes, Guillermina lo recibió como siempre: con cariño y cantándole las mañanitas. “Te estás poniendo viejo”, le dijo en tono de broma. “Vieja estás tú”, respondió Miguel, mientras la abrazaba con una sonrisa que, sin saberlo, sería la última. Prometió volver al día siguiente, pero nunca cumplió. Su cuerpo fue hallado bajo los escombros.

“Hasta nunca, hasta nunca”, dice Guillermina, y la frase se clava como una daga en el aire. “Yo quiero justicia por mi hijo. Porque no fue un perro, ninguno de ellos lo fue. Todo eso que se perdió. Quiero justicia, por el amor de Dios, que se haga justicia. Que sea por todos los demás”.

Su fe sostiene su duelo. En un rincón de la sala, un altar con imágenes del Niño Jesús, la Virgen María y varios santos la acompañan. Ella asegura que los presenta a Dios cada día, y que solo su fe la mantiene en pie.

A las tres de la madrugada de aquel día, Guillermina se levantó al baño y no pudo volver a dormir. Una voz la llamó por su apodo: “Guillén, Guillén”. Pensó que era alguno de sus hijos y miró por la ventana, pero la calle estaba vacía. Despertó a Richard, su otro hijo, para decirle que algo no estaba bien. Él intentó calmarla: “Eso no es nada, mamá, acuéstese”.

Pero la premonición no la abandonaba. Una certeza le recorría el cuerpo: Miguel Ángel ya no estaba. “Yo que iba a pensar que mi hijo estaba muerto… y él me llamó despidiéndose. Esa voz era de él. Es terrible, terrible”, recuerda entre lágrimas.

Miguel Ángel fue una de las 236 víctimas mortales de la tragedia.

Quienes lo conocieron lo definen como un “ser extraordinario”. En su funeral, la multitud que asistió sorprendió hasta a su propia madre. “Parecía como si hubiera sido un presidente, de tantas personas que vinieron”, dice con asombro. En Nueva York, donde vivía, también le rindieron homenaje.

Miguel Ángel no volverá a abrazar a sus hijos, ni a ser el sostén de su madre, ni a seguir el camino recto que siempre predicó. Pero el eco de su vida — y la herida de su partida — permanecerán en quienes lo amaron.

Guillermina lo sabe: la muerte le arrebató un hijo, pero no podrá borrar su recuerdo.

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