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En la República Dominicana, los mandatarios no se derrumban por sus rivales.
Se desploman por algo más cercano y devastador: su propia familia.
Cuando la corrupción lleva el mismo apellido que la cúpula presidencial, deja de ser un simple caso y se transforma en una sentencia.
No se juzga un contrato; se pone a prueba toda la credibilidad del gobierno.
En la época de Trujillo, la corrupción familiar no se ocultaba: era parte del sistema.
La familia ejercía su autoridad a plena luz porque nadie osaba señalar el abuso.
Luego llegó Balaguer, quien perfeccionó el silencio.
Si algún pariente se pasaba de la raya, el rumor desaparecía antes de convertirse en noticia.
Existía un pacto tácito: mientras se mantenía la calma, la intimidad del poder quedaba fuera del debate nacional.
Ese esquema llegó a su fin.
Con la apertura democrática y la era digital, la política perdió sus cortinas.
Lo que antes se apagaba en los pasillos ahora se graba con un móvil y se difunde en segundos.
La familia presidencial dejó de ser intocable y pasó a ser tema de discusión pública y de juicio popular.
El primer golpe lo sintió Leonel Fernández.
En 2013, Nuria Piera reveló que sus hermanas, Janet y Kirsis, estaban vinculadas a empresas que obtuvieron contratos millonarios del Estado.
Leonel no fue procesado, pero su apellido apareció por primera vez junto a la palabra “corrupción”.
Fue el arranque de una nueva etapa: la política dominicana comprendió que la modernidad no solo traía discursos y obras, sino también una transparencia capaz de desnudar al poder.
El mito del líder incorruptible se quebró y, con él, surgió un escrutinio público sin precedentes.
Con Leonel la herida fue mediática; con Danilo Medina, fatal.
Meses después de abandonar la Casa Blanca, sus hermanos Alexis y Carmen Magalys fueron detenidos en la Operación Antipulpo, acusados de comandar una red de tráfico de influencias durante su mandato.
El país presenció, en vivo, cómo la justicia tocaba la sangre presidencial.
Esa imagen no solo hundió a Danilo, sino que sepultó veinte años de hegemonía del PLD.
La sombra no terminó con los hermanos Medina.
El cuñado de Danilo, Maxy Montilla, expandió su poder al sector eléctrico, acumulando contratos millonarios con las distribuidoras y ensanchando la mancha del apellido presidencial.
La idea de que el poder era una herencia familiar dejó de ser rumor para convertirse en evidencia pública.
Luis Abinader asumió la presidencia con esa memoria reciente.
Sabe que cualquier sombra sobre su familia puede devorar su legado.
Ha optado por un camino diferente: exhibir en vez de ocultar.
Esa elección le otorga credibilidad, pero también lo deja sin blindaje.
Cada caso que saca a la luz refuerza su narrativa, aunque también puede volverse en su contra.
El caso SeNaSa lo confirmó: fue su propio gobierno quien remitió el expediente a la Procuraduría.
La transparencia ilumina… pero también quema.
En este país el pueblo puede perdonar errores, crisis y promesas incumplidas.
Lo que no perdona es la sensación de que la familia presidencial se coloca por encima de la ley.
Por eso, cuando la corrupción lleva el apellido del presidente, deja de ser un proceso judicial y se vuelve símbolo.
Y los símbolos no se entierran fácilmente.
Trujillo gobernó con miedo.
Balaguer con silencio.
Leonel con discurso.
Danilo con negación.
Abinader eligió la luz.
Porque aquí los presidentes no caen por sus opositores.
Caen por los suyos.
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