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La forma en que naturaleza y humanidad se intersectan en los márgenes del Ozama e Isabela en Santo Domingo ha provocado una degradación debido a una presencia dual verdaderamente inconciliable, marcada por la pobreza extrema y la contaminación de los caudales. Se trata de una catástrofe ambiental y social originada por una persistente marginalidad tolerada que evidencia fallas institucionales, municipales y gubernamentales, a las que finalmente el Poder Ejecutivo decide confrontar declarando de alta prioridad la depuración y recuperación de los ribereños. Resulta pertinente alertar que se trata de una intervención de gran escala y elevado coste presupuestario sin que antes se hayan divulgado estudios exhaustivos sobre las condiciones del suelo para determinar, con rigor ingenieril y de diseño, el tipo de infraestructuras necesarias. Sorprende también la convocatoria actual de una licitación antes de iniciar la primera fase, lo que implica atraer a contratistas a una evaluación preliminar tardía con objetivos aún desconocidos para la opinión pública, siendo crucial validar la viabilidad técnica de una propuesta que desconocen.
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Lo insólito de una medida que impactaría gravemente la vida de miles de familias se revela también por el recelo de los potenciales desplazados de sus hábitats precarios, quienes, sorprendidos, responden con ambivalencia: les agrada que el Estado pretenda liberar a la Ciudad Primada de América de los suburbios del desastre ecológico y social que han habitado en plena marginación; pero dudan de que, tras abandonar sus condiciones de vida extremadamente negativas sin antes registrarlos en censo, serán reubicados en viviendas temporales ya existentes antes de asignarles un asentamiento nuevo y definitivo, preferentemente en los mismos lugares o cercanías de donde fueron desalojados, equipados con instalaciones habitacionales separadas de la insalubridad provocada por vertidos de aguas negras y residuos, como parte del esfuerzo por dignificar los espacios tanto ecológica como humanamente.
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