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¡Qué bellos eran los tiempos de los descansos sanos! Llamar a alguien con un apodo, incluso señalándolo por alguna característica física, aunque pudiera resultar incómodo, no se hacía con mala intención. Por ejemplo: “el cojo”, “el gordo”, “el flaco”, “el tuerto”… Era algo tan habitual que, incluso uno mismo se reconocía bajo alguno de esos nombres.
“¿Quién me busca?”. “Soy yo, el ciego de Fulana”. Incluso se hacía referencia al novio o a la novia que alguien tuviera, sustituyendo su nombre por el de esa persona, y nadie protestaba. No había ofensa ni deseo de dañar. Era algo gracioso, aunque, claro, si a la persona no le agradaba que le llamaran de esa forma, la situación se volvía negativa. No pretendo defender que eso fuera correcto, de ninguna manera; lo que entiendo es que hasta hace poco no teníamos la sensibilidad tan a flor de piel.
Por cualquier, quítame esta paja, tú supuestamente le hablas mal a alguien y ni te das cuenta de lo que ofendes. Y no hablo solo de la “generación de cristal”, que, evidentemente, es la que muestra mayor sensibilidad ante cualquier cosa. Lo extraño del asunto es que se ofenden por nimiedades, pero cuando reclaman se “tragan” a cualquiera. “A mí no me hables mal”, “a mí no me trates así”… y tú, ¿qué? Ni sabes qué hiciste para merecer tal reacción. Exigen respeto, pero no lo conceden al momento de quejarse por la “ofensa”.
Por un momento quise dar una vuelta por la ciudad fantástica para observar cómo funcionaban las cosas aquí con las emociones. Me sorprendió ver que sólo se prestaba atención a lo esencial. Nadie se enfada por apodos, por bromas, por llamados de atención sin mala intención… Si algo molesta, se comunica con respeto y listo, todo queda aclarado. Entonces las relaciones siguen su curso y nadie te crucifica como si hubieras cometido un crimen por decir una simple frase.
La salud mental de la gente de este lugar goza de bienestar. Trabajan con la inclusión, pero sobre todo con la que implica derechos, deberes y demás valores. Las normas y leyes sirven para proteger al ser humano en su totalidad, no para estar a la expectativa de lo que se dijo o dejó decir que pueda ofender a alguien. Me encantó estar allí, pero tuve que volver a enfrentar mi propia realidad.
Pronto el silencio será el protagonista de las relaciones familiares, de pareja, de amistad y de cualquier tipo de vínculo, pues como todo puede ofender o molestar, la gente optará por hablar menos por miedo a “maltratar” a algún ser querido o incluso a un desconocido. Si las cosas continúan como van, nos costará hacer nuevos amigos y relacionarnos entre nosotros. Ahora mismo existen una serie de reglas y normativas que, incluso para escribir sobre ciertos temas, generan temor.
“No escribas sobre eso, que te van a criticar”, “No hagas esto o aquello o te volverás viral de forma negativa”. En fin, hay tantos “cucos” que es mejor guardar silencio para evitar problemas en esta época en la que también está en juego la salud mental. Al menos yo no quiero contribuir a que a alguien se le altere la suya, y mucho menos quiero que se me afecte la mía.
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