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“Jamás pude volver a entrar a mi casa”: se conmemoran 23 años del sismo en Puerto Plata

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Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Santo Domingo.- Hoy se cumplen 23 años desde que, en la madrugada del 22 de septiembre de 2003, un sismo de magnitud 6.4 estremeció la costa norte de la República Dominicana.

Lo que empezó como un estruendo ensordecedor terminó convirtiéndose en una noche de pánico, pérdidas y cambios irreparables para familias enteras.

Por una coincidencia funesta, la fecha del temblor coincidió con el aniversario del Huracán George, que cinco años antes había devastado Santo Domingo; esa combinación llevó al gobierno a declarar 2003 como el Día Nacional de Prevención de Desastres y Atención a Emergencias.

A continuación, recuperamos el testimonio de quien vivió el temblor desde el corazón de Puerto Plata: Massiel Reyes Lecont, que en aquel entonces tenía apenas nueve años.

Massiel recrea la madrugada del terremoto con detalles que aún marcan su recuerdo: “Eran alrededor de las 12:25 am… yo solo escuchaba un ruido atronador, como camiones subiendo una colina o leones rugiendo”.

La familia fue despertada de golpe. El movimiento hizo que los muebles cayeran y bloqueó la puerta: “El estante cayó contra la puerta; debajo de él estaban las llaves y, gracias a Dios, pudimos sacarlas”.

La escena que evoca no es solo la del sismo, sino la del desconcierto posterior: vecinos corriendo a la calle, radios prendidas con información incompleta y el temor a réplicas.

“Unos 15 minutos después… escuché el rugido otra vez, un poco más fuerte… la tierra se abrió delante de mí”, relata Massiel, y al narrarlo vuelve la sensación de pánico contenido: gritos, gente huyendo, casas que se agitaban “como papel”.

El temblor provocó importantes daños estructurales en escuelas y edificios públicos.

Massiel recuerda el impacto en los centros educativos: el Liceo José Dubó, la Escuela Virginia Elena Ortea y el edificio de tres pisos conocido como “La Reforma”, que perdió un nivel, fueron algunos de los planteles afectados.

“Si eso hubiera ocurrido en horario de clases, la tragedia habría sido mayor”, reflexiona.

También resultaron dañados el Hospital Ricardo Limardo y numerosas viviendas: más de cuarenta casas presentaron daños graves, colapsaron o quedaron gravemente afectadas.

En barrios como Los Bordas, a los pies de la loma Isabel de Torres, la situación fue de emergencia total: familias durmiendo en la calle, refugios improvisados y el traslado urgente de vecinos a zonas más seguras.

Tanto es así, que algunas familias se alternaron entre dormir en la vía pública y en viviendas de las áreas bajas.

Después de la primera noche, Massiel y su familia vivieron días y meses de tensión.

Cuenta que la comunidad fue acogida por vecinos —“la casa del señor Guzmán”— y que muchos pasaron la noche al aire libre o en casas de familiares.

Ella misma experimentó un proceso de ajuste traumático: “Pasé meses durmiendo en el suelo… despertaba gritando”.

El sismo dejó también pérdidas humanas: al menos tres fallecidos fueron vinculados a ese evento —uno en Puerto Plata y dos en San Francisco— y decenas de heridos.

Más allá de los números, el relato de Massiel pone en relieve la experiencia íntima: el miedo que persiste hasta hoy ante ciertos sonidos, la reacción automática de preparar una mochila y la imposibilidad de volver a entrar a la casa materna en Puerto Plata (nunca más lo hizo, confiesa; la familia se mudó poco después a Santo Domingo).

Todo ello, por supuesto, en una isla cargada de fallas geológicas y de constantes uniones entre la placa oceánica y la continental, que, según Massiel, por “causas divinas”, no ha sido sacudida por un sismo de gran relevancia en mucho tiempo.

Hoy, a 23 años del evento, su testimonio es una llamada a la memoria de los que lo perdieron, a la revisión constante de la resiliencia de nuestras escuelas y hospitales, y a la urgencia de mantener la prevención como política pública prioritaria.

“Lo superé —dice Massiel—, pero hay cosas que no se pueden olvidar. Hay sonidos que me ponen en alerta”.

Esa alerta, y la resignificación colectiva de la fecha, constituyen el legado que dejó aquella madrugada: no solo recordar, sino prepararse y proteger a las futuras generaciones.

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