Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Mónica Rikic (Barcelona, 38 años) destaca como una de las voces más distintivas del arte electrónico en Cataluña. Se graduó en Bellas Artes en la Universidad de Barcelona (UB) y posee másteres en artes digitales y filosofía contemporánea. Su práctica fusiona programación creativa con elementos analógicos para generar instalaciones robóticas e interfaces electrónicas hechas a mano. Galardonada con el Premi Nacional de Cultura en 2021, dirige el Máster de Innovación Audiovisual y Entornos Interactivos en la UB. Hasta el 24 de septiembre, muestra **Somoure** dentro de la exposición *Simbiòpolis* del Palau Robert, una pieza que convierte un robot de asistencia en obra de arte para invitarnos a reflexionar sobre cómo deseamos que las máquinas nos cuiden en el futuro.
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**Pregunta.** La obra *Somoure* aborda el impacto social y filosófico de la robótica asistencial en los cuidados. ¿Qué intención persigue?
**Respuesta.** Desde el comienzo se trató de un proyecto sobre robótica de apoyo y de explorar, desde el arte, cómo podemos contribuir a mejorar la percepción social de estos dispositivos. La meta era que, a largo plazo, dejen de generar temor en la gente.
**P.** ¿De qué modo el arte dialoga con la robótica asistencial?
**R.** En el laboratorio percibí una diferencia clara. Los ingenieros, por su formación, buscan soluciones técnicas a problemas tecnológicos, mientras que el arte aborda la cuestión de forma más holística, reconociendo que detrás hay un problema social. Diseñar robots de apoyo implica diseñar el futuro de nuestro envejecimiento. Ahora me pregunto cómo quiero ser cuidada dentro de unas décadas, en una sociedad catalana cada vez más envejecida. Y lo primero que tengo claro es que no deseo que sean los robots industriales que hoy se imponen.
**P.** En tus obras aparecen robots que parecen vivir crisis existenciales o síndrome del impostor. ¿Por qué?
**R.** No hay que humanizar la tecnología, porque ya es humana. Lo humano incluye fragilidades, miedos y dudas. La ciencia‑ficción nos ha acostumbrado a imaginar máquinas que sustituyen o destruyen al ser humano, pero yo prefiero usarlas para generar empatía, no miedo. Me inspira la explicación de la investigadora Kate Darling: cuando un dispositivo tecnológico es desconocido lo llamamos robot, pero al familiarizarse termina siendo una lavadora, una máquina expendedora o una aspiradora. Al adquirir significado pierde ese aura de extrañeza. Por eso también se tiende a diseñar robots con forma de animales, como los perros robóticos, que inspiran confianza, parecen vivos y no provocan rechazo.
**P.** Señalas la necesidad de vincular la tecnología al día a día. ¿Cómo podemos comprender mejor esa relación y disipar el miedo a los robots?
**R.** Lo podemos comparar con otras industrias, como la alimentaria. Todos vamos al supermercado y elegimos entre salsas, tomates frescos o de distintas procedencias. Con la comida se ha popularizado mucho conocer el origen, si es local o si ha sido modificada. Deberíamos hacer lo mismo con la tecnología que usamos cotidianamente: saber de dónde proviene, cómo funciona y qué implicaciones tiene.
**P.** Tus piezas suelen estar fuera de la pantalla. ¿Es eso una forma de acercar la tecnología al público?
**R.** Sí. Más que lo físico, lo que atrae es el movimiento. Los seres humanos tendemos a atribuir vida a todo lo que se mueve. Un busto que parpadea o un globo que respira ya nos resultan cercanos. Trabajo con esa capacidad de generar empatía mediante el movimiento, porque captura la atención y abre la puerta a la reflexión. Creé *Somoure* para captar la mirada del público del Palau Robert, que en su mayoría son señoras, ¿sabes? Y esto es para ellas.
**P.** ¿De qué manera conecta tu trabajo con la educación tecnológica?
**R.** Mucha gente no sabe codificar ni programar y eso genera miedo, porque creemos que no podemos participar en algo que desconocemos técnicamente. En las sociedades occidentales nos educan con temor al fracaso y al error. Además, los niños crecen bajo una enorme presión por ser los mejores, y la tecnología se enseña casi siempre desde la óptica de la ciencia, con todos los sesgos de género e intereses que ello conlleva. Los kits educativos, como Lego Mindstorms, pueden ser un buen punto de partida, pero ofrecen soluciones cerradas. Montas un coche siguiendo instrucciones y lo programas con bloques. Falta experimentación y creatividad. Yo, por ejemplo, vengo de las artes, de la cultura *make* y de la cultura hacker. Así abriríamos el interés a otros públicos y demostraríamos que aprender tecnología también puede ser lúdico y diverso, no solo científico.
**P.** ¿Qué momento atraviesa actualmente el arte digital en Cataluña?
**R.** Hace quince años empecé exponiendo fuera de Barcelona. Hoy la situación ha cambiado. Hay una apuesta clara por la cultura digital. La Generalitat está invirtiendo, se ha inaugurado la Foneria, hay festivales como *Mira* y espacios vinculados al Mobile World Congress. Estamos en un buen momento. En Cataluña existe un ecosistema sólido de artistas que trabajan con tecnología.
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