Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
«No podemos retroceder a lo que la gente rechazó», declaró el presidente ecuatoriano Daniel Noboa durante la convención nacional de su partido Acción Democrática Nacional (ADN) el 6 de septiembre en Guayaquil. El acto, celebrado en el Coliseo Arena Fedeguayas frente a 10 mil personas, mostró lo de siempre: una puesta en escena plebiscitaria, culto a la personalidad, liderazgo centralizado y una avalancha de legitimación hacia la figura presidencial.
¿Qué peligros conlleva repetir el mismo modelo y esperar resultados diferentes?
Noboa insiste en que todo este despliegue corresponde a un «nuevo Ecuador». Sin embargo, sus fórmulas de movilización social no son novedosas. El 11 de septiembre convocó una marcha «por la paz y la justicia» en Guayaquil, prolongando la protesta del 12 de agosto en Quito, iniciada por él contra la Corte Constitucional.
La experiencia nacional e internacional evidencia que estas maniobras revelan los gustos de los mandatarios y debilitan las instituciones. En esta ocasión la convocatoria no se dirige contra la justicia, pero traslada nuevamente la legitimidad institucional a las calles y convierte al presidente en protagonista de una movilización frente a los demás poderes.
El control plebiscitario en el coliseo y el debilitamiento institucional en la vía pública reflejan una impronta política: un presidente que procura encarnar la voluntad popular de forma personal y sin mediaciones, en un sistema de contrapesos erosionado. Este rasgo, típico de regímenes que concentran facultades extraordinarias en el Ejecutivo, expone a Noboa al riesgo de convertirse en aquello que dice combatir.
El hiperpresidencialismo se entiende como la configuración institucional que otorga poderes desmedidos a los presidentes, más allá de los equilibrios democráticos. La Constitución de 1998 (reforma de la de 1978) concedió amplias atribuciones al Ejecutivo bajo la excusa de modernizar el Estado; se la llamó la constitución neoliberal. La de 2008 también reforzó al presidente, pero bajo la promesa de redistribución desde un modelo estatista: la constitución socialista del siglo XXI. En ambos casos se justificó la concentración del poder con el argumento de que «el Ecuador es ingobernable» y que «se necesita un liderazgo fuerte». Sin embargo, el remedio ha reforzado el mismo problema: el hiperpresidencialismo.
La historia ecuatoriana brinda múltiples ejemplos
En el siglo XIX, Gabriel García Moreno instauró la «República Cristiana» con la denominada «Carta Negra», que le permitió la reelección indefinida y someter a las instituciones, apoyado por ejército y clero. Eloy Alfaro, a finales del XIX y principios del XX, tomó el poder tras derrocar a Luis Cordero, respaldado por fuerzas militares y milicias liberales, y modificó la Constitución a su conveniencia. José María Velasco Ibarra, cinco veces presidente hasta 1972, se autodenominó dictador constitucional con apoyo militar, derogando el orden establecido. En este marco surge la pregunta: ¿fue realmente novedoso el liderazgo de Rafael Correa? ¿Son diferentes los destellos personalistas de Daniel Noboa?
Correa contó con una Asamblea Constituyente que diseñó una carta magna a su medida, redistribuyó cargos según su conveniencia, aprovechó la bonanza petrolera y declaró moratoria de la deuda externa, lo que le permitió inyectar recursos a la economía. Además, instauró un Estado de propaganda en el que el presidente era el productor de una «verdad oficial».
Noboa, en cambio, no dispone de una constituyente, ni de un aparato redistributivo de cargos, ni de un auge petrolero. Su fortaleza reside en una estética digital, un discurso tecnocrático y una narrativa de seguridad. Sin embargo, el patrón se repite: el presidente como eje articulador de la política, aglutinador de causas sociales y único intermediario entre la sociedad y el poder. Los ciudadanos, una vez más, quedan como espectadores pasivos de la expansión del líder.
La región y el mundo reflejan el mismo espejo de hiperpresidencialismo
Líderes como Nayib Bukele en El Salvador, Rodrigo Duterte en Filipinas y Alberto Fujimori en Perú aplicaron estrategias semejantes: manipulación o intervención de los tribunales, suspensión de garantías constitucionales, uso de la fuerza y propaganda de seguridad. Bukele destituyó magistrados y encarceló a miles en condiciones cuestionadas; Duterte emprendió una «guerra contra las drogas» con ejecuciones extrajudiciales; y Fujimori disolvió el Congreso, intervino al Poder Judicial y se habilitó para perpetuarse en el poder. Todos gozaron de gran popularidad mientras debilitaban las instituciones y acumulaban poder personalista bajo la bandera de la seguridad o la gobernabilidad.
La confrontación con la justicia no es exclusiva de América Latina. A nivel global se conoce como *court packing*: intervenciones políticas que buscan someter a los tribunales mediante el reemplazo de jueces, reformas institucionales o presión política.
Bastan ejemplos: en 1990, Carlos Menem en Argentina amplió la Corte Suprema acusando a los jueces de ser «alfonsinistas»; en 2010, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía amplió la Corte Constitucional; entre 2015 y 2018, Viktor Orbán en Hungría y Jaroslav Kaczyński en Polonia intervinieron sus sistemas judiciales, reformaron constituciones y repusieron tribunales con jueces leales. Rafael Correa hizo lo propio en Ecuador desde 2009, integrando sucesivas Cortes Constitucionales con magistrados afines, incluso más allá de su mandato.
Los casos de Bukele, Duterte y Fujimori, junto con los de otros líderes, demuestran un mismo desenlace: mayor debilidad institucional, menos democracia y más abusos políticos.
¿Será este el monstruo que el presidente Noboa pretende destruir?
Agregar Comentario