Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Cuando mi mirada periférica recorre las calles de las ciudades de mi país, algo me genera confusión. Veo edificios modernos, avenidas anchas, aceras recién renovadas y zonas públicas embellecidas. Todo parece avanzar en la dirección correcta, pero algo no cuadra.
Hay un desorden silencioso que se impone sobre la armonía urbana y que, por costumbre o resignación, muchos ya no perciben. Son los cables colgando de los postes, los mismos que se cuelgan sobre nuestras cabezas como una maraña descontrolada que amenaza la seguridad y empaña la estética de nuestras ciudades.
El cableado aéreo se ha convertido en un símbolo del caos que caracteriza gran parte de nuestra gestión urbana. Los postes saturados parecen sostener el peso no solo de los cables, sino de la indiferencia colectiva.
En ellos se entremezclan líneas eléctricas, de telefonía y de internet, muchas de ellas abandonadas hace años. Nadie las retira, nadie asume la responsabilidad, y el resultado es una madeja que enreda el paisaje y proyecta la imagen de un país que progresa, pero sin orden.
El problema trasciende lo visual. Representa un riesgo constante para la vida de los peatones y trabajadores eléctricos que conviven con el peligro de un cable energizado o un poste inclinado por el exceso de peso. También refleja una falta de planificación y coordinación entre las instituciones públicas y las empresas privadas que usan el espacio aéreo. Las alcaldías, las distribuidoras eléctricas y las compañías de telecomunicaciones comparten un territorio común que nadie parece gestionar con rigor.
Si se quisiera solucionar este conflicto, bastaría con voluntad, planificación y aplicación de la normativa. Las ciudades requieren una estrategia de ordenamiento del cableado aéreo que defina responsabilidades claras y establezca plazos para la limpieza y sustitución del cableado obsoleto. Las empresas que emplean los postes deberían estar obligadas a retirar sus líneas cuando dejan de estar en servicio. Las alcaldías, por su parte, deben ejercer su rol regulador y garantizar que el espacio público no se convierta en un depósito de cables sin dueño.
Una solución sostenible podría ser la creación de un programa nacional de reordenamiento del cableado urbano, coordinado por los ayuntamientos y las empresas de electricidad y telecomunicaciones. Este programa debería incluir auditorías técnicas para identificar cables inactivos, mecanismos de sanción para quienes incumplan y un calendario público de limpieza por sectores. En algunos países se han implementado normas que exigen canalizar los cables bajo tierra en áreas céntricas o turísticas, una medida que mejora la seguridad y la estética al mismo tiempo.
También se necesita educación ciudadana. Cada comunidad debería asumir como propio el compromiso de denunciar los riesgos o excesos que observa en su entorno. No se trata solo de esperar que las autoridades actúen, sino de comprender que el orden urbano comienza con la conciencia colectiva. Cuando un ciudadano exige, una empresa responde y un ayuntamiento regula, el resultado es una ciudad más segura, más limpia y más digna.
El desorden del cableado no es un problema técnico, sino una metáfora del país que aún no define sus prioridades. Las ciudades no se transforman solo con grandes obras, sino con decisiones pequeñas que marcan grandes diferencias. Ordenar los cables sería un buen punto de partida para entender que la belleza urbana no depende únicamente de lo que construimos, sino también de lo que decidimos limpiar y organizar.
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