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La complejidad de la existencia en todas sus manifestaciones ha ampliado y complicado los conceptos sobre cualquier asunto, incluida la salud mental, que para el sentido común hasta hace pocos años era sólo un bien natural susceptible de perderse tras un gran revés vital.
Digamos, como aficionados, que la salud mental constituye un estado de equilibrio que, al alterarse, genera el tránsito del bienestar al malestar sin que haya intervenido un virus, una bacteria, la inflamación de un órgano, o la amputación de alguna extremidad.
En realidad, la salud mental es un tesoro complejo de custodiar en estos tiempos de actividad a veces frenética en el hogar, la calle, el trabajo o en las relaciones económicas, sociales o humanas.
Sin embargo, puede perderse, al igual que cualquier otro estado de bienestar, y su recuperación puede resultar prolongada, ardua y costosa.
En este punto interviene la labor de la Iglesia católica dominicana, que finalizó el pasado domingo una semana dedicada a la salud mental mediante su Pastoral de la Salud.
Lo hizo con un llamado a las autoridades para que consideren los trastornos mentales como prioridad en las políticas públicas, asignando mayor presupuesto y creando espacios en los hospitales para su atención.
Cualquier individuo que sufra una afectación mental, o cualquier familia que atraviese esta condición, está relegada a sus propios recursos para acceder a tratamientos, pues no existe una política pública al respecto.
Dado que ni siquiera el Sistema Dominicano de Seguridad Social brinda asistencia para los trastornos mentales, se trata como si esta pérdida fuera insignificante para la persona, la familia, la sociedad y la economía.
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