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El desprestigio del noble oficio de periodista está íntimamente ligado a la confusión generada por una pléyade de arribistas que nunca lograron aceptar que dos vertientes, distintas y plenamente legítimas de la comunicación social, jamás deben practicarse al mismo tiempo.
Entre las múltiples carencias de la fauna mediática se encuentra un desconocimiento del precepto ético fundamental que prohíbe a un reportero, editor o cualquier empleado de medios, sea prensa escrita, radio o televisión, cuyo propósito es informar, ser a la vez asesor de prensa, gestor de relaciones públicas o consultor de imagen, ya sea para individuos o corporaciones. Resulta, por principios, imposible servir con lealtad a dos señores, relegando al público.
La simpleza del concepto haría vulgar tener que explicarlo, sin embargo, es una práctica tan extendida que existe personal de medios al frente de agencias de relaciones públicas propias.
A sus superiores y a sus clientes este hecho no les produce el menor rubor. Algunos se apropian del insólito título de “comunicadores”, como si acaso existiera algún segmento de la humanidad, en pleno uso de sus facultades, al que se le imposibilitara comunicarse, incluso mediante gestos.
En el universo de las plataformas digitales existe una designación aún más peculiar: ‘influencers’, vocablo que enmascara su verdadera actividad como propagandistas remunerados de marcas o empresas, tarea lícita si se ejerce con claridad, pero que no es, bajo ningún concepto, periodismo. La pluralidad y diversidad en el ámbito mediático y editorial permite que dos diarios compartidos por un mismo propietario muestren en el transcurso de una semana cinco portadas tan dispares que parecen provenir de naciones distintas; uno dibujando un panorama de futuro esplendor y el otro al borde del colapso.
Paradójicamente, ambos tienen su parte de razón. Los profesionales del periodismo que mantengamos otras actividades o fuentes de ingresos aparte de la difusión de noticias u opiniones, para evitar cualquier atisbo de duda, conflictos de interés o la existencia de “clientes ocultos”, tenemos el deber de informar a la ciudadanía a qué nos dedicamos: la transparencia es la llave que revela lo que se esconde. Se requiere discreción y rigor. Recientemente, experimenté repugnancia al observar cómo veteranos profesionales de la comunicación, supuestamente exitosos —pese a ser prácticamente iletrados, con escasa formación y lecturas—, esgrimen su militancia política o partidista como un salvoconducto de impunidad amparando sus negocios.
Me ha llevado medio siglo comprender la razón por la que mi padre se demudó al enterarse de mi elección por el periodismo, una mancha que ni la más enfática oratoria puede borrar…
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