Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Facebook le hizo creer durante toda su vida que poseía una multitud de amigos. Se escribían a diario; y él, con orgullo, frente a la pantalla de su computadora, le enseñaba a su mujer los mensajes, fotografías compartidas y videos. Claramente, pruebas evidentes de afectos mutuos.
El día de su entierro, la viuda lloró con profunda amargura, sintiéndose desolada, porque ni siquiera uno solo de esos numerosos amigos de los que su esposo se jactaba, estuvo presente, acompañándolo, en su momento final.
A través de Facebook y otras plataformas sociales, él solía presumir las fotografías de los platos exquisitos que probaba en restaurantes costosos.
En su inocente vanidad — impulsado por dos pecados capitales subyacentes — subía imágenes de manjares como langosta a la thermidor, pulpo a la gallega, ahogado de camarones, cochinillo al horno, salmón al estilo tres vueltas, filete de ternera a la parrilla.
Y yo, en esos platos, solo distinguía cadáveres de toda clase, que mi amigo pagaba a precios desmesurados.
Otoño
Tumbada sobre la cama sucia de un centro hospitalario. Quieta. Su mirada ya perdió su viveza. No articula palabras. A duras penas respira. Sus ojos azules están abiertos, vidriosos y llenos de desamparo.
En ese instante, sola y olvidada, sin poder recordar cuántos años tenía, comprendió que los huesos de su cuerpo estaban cubiertos por una sombra; y adquirió la certeza de que al cerrar los ojos por última vez, nada persistiría de sus rezos silenciosos.
En medio de su vacío, quiso esbozar una sonrisa. Apenas logró dibujar un intento en sus labios, parecido al boceto indescifrable que Leonardo da Vinci plasmó en el rostro de la Gioconda.
El tiempo anulará, de manera definitiva, los recuerdos agradables, las caras queridas y sonrientes de tiempos pasados, el canto matutino de los pájaros y esta hora amarga y triste, donde siente su alma entrelazada con pliegues de humo. ¿Y qué sucede ahora? Ya empieza a hundirse. Fija la mirada en el techo. Busca con ahínco en el jardín de la añoranza y no encuentra un solo instante de su historia donde se haya sentido indiferente.
A la madre superiora, quien la escuchó atentamente, le reveló su última voluntad.
— Deseo morir sintiéndome libre; y pido que me sepulten sin el hábito de la orden.
Epitafio
En una visita que hice hace algunos años al cementerio, me topé con esta extraña revelación grabada en la lápida de una tumba:
“Aquí reposa el sueño eterno la mujer que me amó mucho, pero el afecto verdadero lo reservó toda su vida para el hombre que descansa junto a ella”.
La Indecisión
Un hombre equivocado, tosco, terrenal y poseedor apenas de una risa elemental, irrumpió en la vida de una princesa. Y la princesa, debido a esos giros inesperados de la existencia, nunca imaginó que acabaría con sus ilusiones desgastadas.
Aquel hombre, en cierto momento, superó la batalla contra las ilusiones vanas y colocó a la princesa en el centro de su vida como un trofeo.
La princesa, consecuencia de un error en las cuentas, a fuerza de sufrimiento, entre lágrimas, terminó encinta.
Nació una niña. Un error, porque ella había soñado con un varón; y después, intentando remediar la equivocación, se embarazó por segunda ocasión.
La princesa residía en una casa que no era un palacio; y con ingenuidad, se autoengañaba al ver esa humilde morada como un castillo.
El tiempo avanzaba y ella confiaba en tener un niño. Con esperanza pensaba que así completaría un hermoso par de hijos.
De nuevo se equivocó y en el otoño nació otra niña. Y para evitar confusiones, simulaba el mismo amor por sus dos hijas que llegaron por error a sus brazos, desbaratando sueños íntimos.
Un día, llegó a la vida de la princesa el hombre correcto. Un auténtico príncipe, pudo constatar ella con sus propios ojos.
Tenía que tomar una determinación. “Una elección”, “una elección”, cavilaba mirándose confrontada a las voces en desacuerdo de su mente, inútil, derrotada, dubitativa, como si se tratara de una inexpugnable barrera.
La princesa, mirándolo fijamente, creyendo que por primera vez no se equivocaba, le gritó con irritación, molesta:
— ¡Maldito seas; y yo desgraciada! ¿Por qué llegaste tan tarde?
Despedida
El día que la trasladó a ese sombrío asilo de ancianos, ella ya no era su esposa. Apenas lograba respirar; y una semana antes había firmado el documento de divorcio sin ser consciente de lo que hacía.
Dada su condición, tampoco le dio importancia a ese momento en que gestionó su ingreso; y lo último que percibió fue la silueta de un hombre, dándole la espalda, marchándose deprisa, mientras alguien empujaba su silla de ruedas, dirigiéndose a la habitación.
Agregar Comentario