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“Nací junto al río, en una pequeña carpa. Ah, y al igual que el río, he estado fluyendo. Desde entonces ha sido un extenso, extenso tiempo de espera, pero tengo la certeza de que una transformación se aproxima. Vaya que sí, vendrá. Ha sido muy arduo sobrevivir, aunque temo morir, pues desconozco lo que aguarda más allá…Más allá del firmamento.” Estas frases son del compositor y cantante Samuel Cook, conocido artísticamente como Sam Cooke.
Tal como Sam, una gran cantidad de dominicanos anhelamos cambios impulsados por nuestras administraciones. Hemos malgastado esperanzas en tales modificaciones y, sin embargo, nos encontramos con los mismos desenlaces. Nuestros ojos se mueven como radares, buscando un mesías que ponga fin a la mediocridad gubernamental, al clientelismo y a los privilegios otorgados a una minoría que excede los límites. Las esperanzas puestas en los partidos, los tropiezos y la negligencia al gestionar con justicia provocan en nosotros, en el ciudadano dominicano, un agotamiento emocional que nos lleva a la inacción y a la distancia de los procesos de renovación. Un cambio se acerca, mas sentimos aprensión.
Experimentamos aversión al cambio y este recelo ha llevado a una paralización del proceso de debate. Algunos consideramos fundamental articular la filosofía de Hegel, donde la alteración, en nuestro contexto, en la sociedad dominicana, debe ser estimulada a través de un enfrentamiento interno, donde una idea o propuesta impulse otras concepciones y, finalmente, origine una transformación social, donde una tesis siempre tiene una antítesis que, en última instancia, motiva el cambio. A pesar de todas estas teorías, debemos afirmar que Un cambio vendrá, pero sentimos miedo.
Tenemos tanta desconfianza que no atinamos a seleccionar, reincidimos en lo que no ha dado fruto. Tanto temor que renovamos de manera superficial el liderazgo político, transformando el Estado en un feudo político con dueños de participaciones, dejando de ser servidores para convertirnos en propietarios parciales de la entidad denominada Estado. Sentimos tanto miedo que cada expresidente, y algunos, ahora dueños de agrupaciones, han elegido a sus sucesores por lazos de sangre y como una casta, adjudicándoles un estatus personal de por vida; son tan competentes y tan sagaces que ya han asimilado los códigos y el lenguaje para generar empatía social y captación de votos. Tenemos tanta incertidumbre que nos hemos transformado en grupos que defienden sus remuneraciones, sus puestos, sus prebendas, y sus anhelos que solo esa facción política puede concretar.
Sam Cooke prosigue en su canción de protesta: “Hubo momentos en los que pensé, no podría resistir mucho, pero ahora, creo que tengo la fortaleza para seguir adelante. Ha sido un dilatado, dilatado lapso de tiempo, pero tengo la certeza de que un cambio llegará. Oh, sí, llegará.” Debe materializarse una variación que nos rescate de aquel río y tienda de campaña que presenciaron nuestro nacimiento. Algo diferente tiene que acontecer. Algunos abogan por un retorno a Karl Marx, recordando su postulado de que: “la historia de todas las sociedades que han existido hasta el presente es la historia de la confrontación de clases.”
Otros sostienen que es necesario enfocarnos en Max Weber, cuyo punto de vista es más reformista; en otras palabras, requerimos encontrar individuos que no queden atrapados en posturas estériles, que la política económica no puede sustentarse en utopías eudemónicas, no podemos medir la dicha del dominicano como algo esencial, ni tampoco podemos utilizar el prisma de la lucha de clases. Lo que necesitamos son reformadores que motiven, que alienten y que edifiquen estructuras donde todos los estamentos sociales encuentren un paso que conduzca a la claridad y a la plena realización conforme al potencial que poseemos. Sin embargo, sentimos temor; nos hemos aferrado a los colores de los partidos para vestirlos en el carnaval, a una estrella que carece de orientación, a un farol sin llama, a un gallo debilitado incapaz de lanzar su grito de triunfo, a un dedo pulgar mutilado y a una flor marchita. Preferimos la componenda sin transformaciones, las risas fingidas sin consejos, y fomentamos un sentimiento de sálvese quien pueda.
Muchos no osamos generar una alteración profunda porque carecemos de la habilidad para ver más allá. La integridad de quienes nos han gobernado es insuficiente. Ellos se han contentado con el poder y con las ovaciones. Sus métodos y costumbres se limitaron a la política sin vocación, a la erudición sin nobleza, a lo éticamente cuestionable. No se elevaron lo suficiente para penetrar en el motor que impulsa las verdaderas reformas. Es que para modificar un país se necesita sensibilidad, empatía, audacia y una percepción correcta del poder, de nuestra fragilidad y de lo efímero.
A modo de augurio social, lanzo esta advertencia: “El cambio no vendrá por intermedio de los sucesores del poder, no provendrá de aquellos que ya fueron, ni de ninguna otra facción que ya haya degustado la dulzura que emana del control; pero tampoco se originará en aquellos ámbitos religiosos que solo suman votos, pero no generan modelos de transformación debido a su estrechez de miras socio espiritual. Debe ocurrir un quiebre, una fisura, una segmentación social, que sea impulsada por un sector influyente que abrace el diseño primigenio de la República Dominicana. Por supuesto, es imperativo contar con valentía, carácter, recursos, influencia, un propósito definido y claridad sobre la dirección a seguir. Lo demás es política y energía malgastada”. Un cambio se aproxima; por supuesto, vendrá. ¡Es imprescindible que llegue!
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