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El circo de la superficialidad: Cuando el chisme político sofoca nuestra democracia

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En el espectro político actual, es cada vez más habitual que el contenido sustancial quede relegado por la simple puesta en escena.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

En el espectro político actual, es cada vez más habitual que el contenido sustancial quede relegado por la simple puesta en escena. Mientras la colectividad se enfrenta a retos de gran calado — tales como la crisis económica, la escasez de oportunidades laborales, la debacle del sector sanitario (SENASA, medicamentos caros, servicios hospitalarios deficientes), el deterioro medioambiental, el retroceso educativo, los problemas con la energía eléctrica, el alto costo de la vida o la falta de inversión de capital por parte del Gobierno — , la atención del debate público se desvía con frecuencia hacia una zona improductiva: los rumores y el cotilleo político. Este estruendo vacuo, que en nada contribuye a la salud democrática, no solo nos confunde, sino que nos empobrece como sociedad al dar preponderancia al escándalo por encima de la búsqueda de soluciones.

El cotilleo político, esa bulla que enmudece las dificultades verdaderas, se distingue por su índole superficial y de ataque personal (ad hominem). Se enfoca en la esfera privada de los protagonistas de la política o de los aspirantes a cargos (candidatos/as), en si buscarán tal o cual posición (como si esa elección fuera crucial en este momento), en roces internos entre partidos o en controversias inventadas que, si bien pueden resultar atrayentes para el morbo general, carecen de valor para la gestión y dirección del país.

Este fenómeno es nutrido con voracidad por ciertas secciones de la prensa y, sobre todo, por las plataformas sociales, donde la inmediatez y el extremo de las posturas (polarización) premian lo emotivo sobre el análisis racional. El efecto visible es una ciudadanía saturada de datos insignificantes e insuficientemente informada sobre lo trascendental. ¿De qué sirve saber en detalle un “dime y direte” entre líderes si ignoramos cómo planean afrontar los inconvenientes esenciales que nos aquejan hoy? Este “circo mediático” opera como un velo que beneficia a aquellos que prefieren no ser juzgados por sus planteamientos, sino por su habilidad para generar encabezados, al tiempo que contribuye a que el gobierno de turno nos desinteresemos de los graves asuntos que nos impactan.

Mientras nos distraen con estas naderías, incluso la propia base militante de la oposición, en lugar de aprovechar los problemas de la gente mediante denuncias persistentes, manifestaciones y el trabajo en posibles soluciones, se deja absorber por los chats (grupos de WhatsApp) de chismorreo político. Paralelamente a esta situación, existe otra dicotomía fundamental en nuestro sistema democrático: la relevancia central de los planes de gobierno (propuestas programáticas) y la frecuente incapacidad del electorado para juzgarlos. En teoría, la esencia de un sistema democrático firme vibra con energía cuando los ciudadanos seleccionan entre distintas propuestas para el país, fundamentando su elección en una revisión crítica de su viabilidad, costo y beneficio.

Aquí hay diputados que accedieron a su puesto con promesas de obras que nada tienen que ver con su cometido legislativo, pero que nadie les reclamó. Es lamentable que una gran parte de los votantes no posea el juicio, el tiempo o los medios necesarios para evaluar a fondo las plataformas electorales. Las propuestas, a menudo, se presentan de forma demasiado técnica, compleja o, por el contrario, muy dispersas y con grandes pretensiones (grandilocuentes). Esto provoca una desconexión en la comprensión que es ocupada por otros elementos más sencillos de asimilar.

Parece casi una utopía que consigamos incentivar una ciudadanía más exigente y menos dada a la distracción; sin embargo, la táctica de buscar la polémica para ganar visibilidad es un mal que crece. La sensatez, que siempre he considerado la más alta de las virtudes, hoy se percibe como algo soso, irrelevante y suscita escaso interés. Aun así, insisto en la convicción de que debemos perseverar en el ejercicio sensato, mientras tengamos la oportunidad; siempre habrá quien valore la reflexión.

Lamentablemente, esta combinación de un debate público dominado por el rumor y una ciudadanía que no vota principalmente en función de planteamientos FACTIBLES y REALISTAS, constituye una mezcla nociva para la democracia. Degrada la calidad de quienes nos gobiernan, fomenta el escepticismo en la población y mantiene intactos los problemas estructurales que tanto daño hacen a la sociedad.

Estar hastiado de un problema es muy diferente a haberlo resuelto. ¿Qué trascendencia tiene lo que se dijo o se dejó de decir en una reunión, o quién se rumorea que estará o no en las papeletas para el 2028? Nada de eso está tallado en piedra ni es ley inmutable. Al final, lo verdaderamente importante es que tomemos conciencia del poder que poseemos las y los ciudadanos para impulsar el verdadero cambio.

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