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FRANJA DE GAZA, Territorios Palestinos.- Descalzos, envueltos en polvo y en ocasiones tambaleándose entre los restos, los nietos de Hiam Muqdad recorren las ruinas de su vecindario de Al Nasr, en Ciudad de Gaza, en búsqueda de agua potable y otros materiales.
“¿Quién me ayuda a cargar el agua? Para poder ducharse, lavar la ropa y los platos”, pregunta Hiam. “¡Yo, yo!”, responden Naem, Moamen y Lulu Muqdad.
Tomando un cubo negro con una mano y la mano de su abuela con la otra, avanzan a pasos cortos. Los tres tienen menos de 10 años y apenas reparan en las pilas de escombros y losas de hormigón colapsadas que cubren su camino. Ya no dicen “quiero ir a la guardería o a la escuela, sino quiero ir a buscar agua, paquetes de comida”, explica Hiam, de 62 años.
Antes del conflicto desencadenado por el asalto sin precedentes de Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023, los niños “solían ir al parque, ahora juegan entre los restos”, describe. En el camino desolado, solo se oyen sus pisadas sobre el polvo y el zumbido de un dron que sobrevuela la zona.
Al llegar frente a un montón de bloques, las pequeñas manos hurgan entre los vestigios, a pesar del riesgo de encontrar explosivos enterrados.
Pedazos de cartón rasgado, un envase de leche vacío y algunas ramitas componen su hallazgo. Suficiente para encender un pequeño fuego.
Esta abuela perdió su hogar y a varios parientes durante la guerra entre Israel y Hamás, que dejó destruidas tres cuartas partes de las edificaciones y sepultó el territorio palestino bajo más de 61 millones de toneladas de escombros, según cifras de las agencias de las Naciones Unidas.
El temor constante
Desde el alto el fuego del 10 de octubre, parte de la familia regresó a Ciudad de Gaza desde el sur, donde aún se encuentran los padres de los tres niños.
Sobre los restos de su casa —arrasada por un bulldozer, según ella—, levantaron una tienda blanca de plástico de la ONU, lonas verdes como si fueran alfombras y planchas metálicas para delimitar el patio arenoso. “Cuando anunciaron la tregua, me corrieron lágrimas de alegría y de tristeza”, relata Hiam Muqdad.
La vida diaria dista mucho de ser como antes. Estar rodeados de escombros “nos afecta a nosotros, a nuestros hijos y a su equilibrio psicológico. Los niños han comenzado a mojar la cama”, se lamenta.
Habla del “miedo de cada jornada” y de la dificultad para conseguir alimentos. Se abastece de agua en un pozo rehabilitado a 500 metros del campamento, cuyo funcionamiento depende de la disponibilidad de combustible.
Aunque la ONU y sus socios afirman haber intensificado la ayuda —un millón de comidas calientes cada día en la Franja de Gaza—, la asistencia que entra al territorio palestino es, de acuerdo con la OMS, insuficiente.
A veces la ayuda llega en forma de transferencias monetarias. Entre el 11 y el 25 de octubre, más de 17.700 hogares identificados como vulnerables recibieron el equivalente a 378 dólares a través de monederos digitales.
La familia Muqdad carece de ingresos y subsiste a base de fideos. “No puedo comprar verduras ni nada más”, detalla la mujer removiendo fideos en un recipiente sin agua. La ropa se lava a mano en una palangana de metal, y unos colchones delgados extendidos sirven de camas dentro de la tienda.
Con la llegada de la oscuridad, las actividades se detienen. “Enciendo una vela porque no tengo electricidad, ni batería, ni nada”, explica.
Israel interrumpió la ayuda a la Franja de Gaza en varias ocasiones durante la guerra, agravando las ya desastrosas condiciones humanitarias.
A pesar de la miseria “queremos devolverle un poco de vitalidad al día a día, y sentir que todavía hay motivos para la esperanza”, afirma la abuela.















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