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En esta era donde la hiperconexión hace que la información, y sobre todo el contenido, vuele a la velocidad de un clic, la imagen que mostramos como dominicanos está en constante movimiento. Se disputa cada día entre dos visiones opuestas: una que parece regodearse en lo más bajo, y otra que exalta nuestra fortaleza, laboriosidad y ambición.
Desde hace algún tiempo, vemos cómo ciertos medios de gran alcance han decidido lucrarse con una parodia del ser dominicano. Una producción en serie que se nutre del estereotipo: la falta de buenos modales, la devoción al vicio, la presunción de una vida sin mucha inteligencia o formación. Es la idea de que se puede triunfar sin esfuerzo propio, solo con la gracia de la vulgaridad y la exhibición del descontrol.
Esta versión, potenciada por las redes digitales y la fama instantánea, nos pinta como un pueblo sin más guía que el placer inmediato, sin más deseo que el alboroto pasajero. El mensaje que se filtra es riesgoso: la educación y la constancia son opcionales, mientras que la desvergüenza y el morbo son el camino rápido hacia la “prosperidad”.
No obstante, la realidad, esa que se edifica con disciplina, tesón y un talento innegable, se abre paso con firmeza. Y es justamente en la diáspora donde hallamos la confirmación más sólida de quiénes somos en verdad. Lejos de la frivolidad y el ruido vano, nuestros compatriotas fuera del país están creando una imagen de influencia positiva que merece ser celebrada e imitada.
Requerimos más reflejos que emitan luz y menos pantallas que promuevan la oscuridad. En este aspecto, celebro y destaco la labor de dos iniciativas de gran valor informativo y social, que han asumido el desafío de contrarrestar el cliché.
En primer lugar, “Migrantes”, el proyecto dirigido por la periodista Millizen Uribe como anfitriona y producido por Gelen Gil. Aunque la serie documental se ha centrado en el impacto de diferentes colectividades extranjeras en la República Dominicana, su mera existencia y calidad es una ratificación de nuestra identidad como nación abierta, sí, pero también como un pueblo con una historia profunda y compleja, merecedora de un análisis profundo.
“Migrantes” pone en relieve el mérito de la trayectoria, la investigación rigurosa y el periodismo constructivo. Es un material que nos llama a la introspección, a vernos como un cruce de culturas, superando la superficialidad que han intentado imponernos.
De igual importancia es el proyecto de Marianne Cruz, “Dominicanos a Simple Vista”. En su edición más reciente, este espacio nos introduce a la dinámica comunidad dominicana en Boston. Lo que se observa sin buscar demasiado es un muestrario de ejemplos: el alcalde, la comunicadora, el joven aceptado en Harvard, el empresario que revoluciona su entorno. Estas son las vivencias auténticas de los que emigran.
Marianne Cruz y su equipo nos muestran a dominicanos que no han llegado lejos casualmente; más bien, a base de entrega, esfuerzo, preparación, y una renovación continua. Son la evidencia palpable de que el verdadero espíritu dominicano reside en nuestra capacidad de superación, en el arte de echar raíces y transformar entornos sin perder la alegría ni el vínculo con nuestra tierra.
Mientras una versión se vende al mejor postor de la polémica, estos proyectos se comprometen con la verdad del dominicano: somos un pueblo esforzado, con una vasta riqueza intelectual, política y social repartida por el mundo. Somos profesionales, visionarios, líderes comunitarios y artísticos.
Aquí es donde la cordura se quiebra: a veces me da pena ajena ver cómo la improvisación a menudo abre más puertas que la excelencia. Me pregunto sobre la responsabilidad de aquellas firmas e instituciones que no solo toleran; sino que además, financian activamente los espacios que deterioran nuestra imagen.
Resulta incomprensible que otras producciones de calidad —con el profesionalismo, la modernidad, la estructura narrativa y los libretos superiores— no consigan el respaldo publicitario que inunda esos espacios que venden el desenfado y la algarabía. La publicidad es un respaldo, y al inyectar dinero en lo mediocre, el sector empresarial envía un mensaje muy claro sobre el tipo de contenido que aprecia. El éxito no es sinónimo de escándalo. El triunfo verdadero se mide por la influencia positiva y la herencia que dejamos. Millizen Uribe y Marianne Cruz nos ofrecen un potente recordatorio: poseemos los modelos, las historias y la calidad para superar la versión distorsionada que han querido vendernos. Es momento de que decidamos en conjunto qué rostro deseamos proyectar al mundo, y la elección, para mí, es evidente.















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