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Ejecutar merengue y bachata fomenta la empatía, despierta el interés turístico y crea lazos sentimentales con la República Dominicana.
En el siglo veintiuno, la diplomacia cultural se ha asentado como uno de los medios más efectivos para difundir la identidad, los valores y la inventiva de una nación más allá de sus fronteras.
No se trata solo de promover el arte por sí mismo, sino de tender puentes de comprensión, colaboración y prestigio internacional mediante la cultura.
Naciones como Corea del Sur, con el fenómeno del K-pop; Francia, con su tradición culinaria y cinematográfica; o México, con su legado musical y gastronómico, han probado que el poder blando (*soft power*) puede ser tan influyente como las relaciones políticas o comerciales tradicionales.
En este marco, la República Dominicana goza de una carta fuerte: su música. El merengue y la bachata, reconocidos por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, son expresiones que encapsulan la trayectoria, la esencia y el júbilo del pueblo dominicano.
Pero más allá del ritmo y el baile, estas músicas pueden funcionar como verdaderas palancas de diplomacia musical, capaces de proyectar una imagen positiva y distintiva del país a nivel mundial.
El merengue vio la luz en las zonas rurales dominicanas como una manifestación popular mestiza, con raíces africanas y europeas, que acompañaba las celebraciones comunitarias.
Con el tiempo, se transformó en emblema nacional, impulsado por figuras icónicas como Johnny Ventura, Wilfrido Vargas o Juan Luis Guerra, quienes llevaron su sonido al plano internacional.
La bachata, en cambio, surgió desde los márgenes, impregnada de melancolía y sentimiento, hasta conseguir reconocimiento global con artistas como Juan Luis Guerra, Aventura y Romeo Santos, quienes la trasladaron desde los barrios a los foros mundiales.
Hoy, ambos géneros no solo simbolizan la algarabía caribeña, sino también una crónica de sobreponerse y de genuinidad cultural.
Su popularidad en América, Europa y Asia evidencia el potencial de estos compases como instrumentos de diplomacia pública, aptos para generar empatía, atraer visitantes y forjar conexiones afectivas con la República Dominicana.
Para convertir el merengue y la bachata en herramientas sistemáticas de diplomacia se precisa una estrategia nacional cohesionada, donde confluyan el Ministerio de Turismo, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Ministerio de Cultura.
Cuando un visitante practica un merengue en la Plaza España o el Malecón de Santo Domingo, o escucha una bachata en una terraza de Madrid, está experimentando una forma de diplomacia sin discursos: el nexo humano que solo las melodías logran establecer.
Por lo tanto, la República Dominicana tiene la ocasión de convertir su música popular en un estandarte de diplomacia musical, una vía para realzar su prestigio internacional, diversificar su oferta turística y reafirmar su identidad caribeña frente al orbe.
La diplomacia cultural no es un accesorio, sino una inversión estratégica en reputación, turismo y prosperidad sostenida.
En el contexto dominicano, el merengue y la bachata van más allá de ser meros ritmos. Son lenguajes universales que hablan de historia, alegría, tenacidad y orgullo. Convertirlos en herramientas de diplomacia musical significaría transformar el talento del pueblo dominicano en una fuerza de alcance mundial, capaz de abrir puertas donde la política o la economía no siempre logran penetrar.
La diplomacia musical quisqueyana podría organizarse en torno a tres pilares:















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