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La alarmante situación que exhibe el despliegue militar en San Cristóbal pone de manifiesto la carencia de una seguridad ciudadana efectiva y segura para los propios residentes, dado que se repiten (y luego se archivan) los casos de personas abatidas, clasificando esos asesinatos como meros “intercambios de balas”.
Un trato propio de zona de conflicto surge tras una arremetida delictiva más de las habituales que asolan la ciudad debido a una deficiente seguridad urbana, la cual debería estar a cargo de efectivos policiales idóneos y bien fiscalizados por sus superiores.
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Al malestar provocado por un repunte criminal se suma el pánico de ver escenas bélicas diseminadas por las avenidas de la venerada ciudad, cuna de la primera Carta Magna; y no porque allí se gestara el detonante de la acción directa que implicó orquestar un simulacro de accidente para quitar la vida a las hermanas Mirabal y su conductor: Rafael Trujillo.
Las incursiones de “mano dura” han recreado, tras su época, las ejecuciones sumarias consentidas por casi todos los regímenes subsiguientes, en lugar de erradicar esa práctica que permite a los uniformados impartir, sin más, la sentencia capital.
Mantener la fe en el “policía con la vara” como instrumento rector de la vida nacional, aun brevemente, señala una adhesión nociva a la propagación del temor sin la certeza de que afectará únicamente a malhechores; y lo más grave, es admitir tácitamente que no se ha logrado disipar la sombra del infame generalísimo de garitas y métodos para imponer respeto a la normativa, la integridad y las propiedades de los ciudadanos en la metrópoli del parque de “Rocas Vivas”, erigido originalmente en homenaje al dictador aunque ya no se le venera de forma manifiesta. Si el propósito era amedrentar a criminales sin escrúpulos mediante un acto de fuerza, sería más atinado abstenerse de exhibir una potencia bélica que remite a las crueldades de los gobiernos férreos.















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