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Tras el deceso de Trujillo —quien ejercía un patrocinio estatal autoglorificador y paternalista—, escasas figuras y compañías han abrazado el mecenazgo en nuestra nación. Cuando gestionaba la publicidad de Radiocentro, busqué que su director, Isaac Lif —coleccionista de obras del virtuoso cibaeño Yoryi Morel—, financiara a otros creadores dominicanos. Lo vinculé a Ramón Oviedo, compró toda su producción, lo impulsó en publicaciones especializadas y lo introdujo en prestigiosas subastas internacionales.
El apoyo de Lif a Oviedo, no obstante, podría verse como un patrocinio temporal, dado que finalizó su vínculo por habladurías. Sin embargo, si calculamos lo que el empresario invirtió en el arte de Oviedo, es factible argumentar que ganó, puesto que el valor de las piezas adquiridas excede con creces el desembolso inicial.
Actualmente existen en el país “semimecenas” que, por alguna razón, prefieren el anonimato; “semimecenas” que además asumen un rol de vanguardia estética, invirtiendo en trabajos de artistas jóvenes con potencial a los que, tras la compra, promueven en prensa por medio de críticos versados. Un rol similar desempeñaron Leo y Gertrude Stein en el París de inicios del siglo XX, destinando cuantiosos fondos a las primeras obras de Picasso y Braque.
El retrato de Gertrude Stein, ejecutado por Pablo Picasso tras varias sesiones, que entonces costó menos de quinientos francos, hoy es incalculable y, de tener precio, no descendería de los 100 millones de dólares. Asimismo, algunas galerías nacionales han amparado a ciertos artistas; pero estos respaldos carecieron de directrices claras, por lo que los pintores y escultores beneficiados por sus apoyos no cosecharon frutos.
Quizás el gestor de galerías más influyente que ha tenido el país fue Nicolás Nader, quien percibió la relevancia de —al menos— la mitad de los grandes exponentes de nuestra pintura, a quienes garantizaba mensualmente los recursos vitales para su subsistencia económica. Y es que no debe confundirse el mecenazgo con el comercio de arte, pues esto último es una transacción entre artista, intermediario y mercado o, en otras palabras, un negocio puramente entre dos partes.
Los ejemplos de E. León Jimenes, el Museo Bellapart y el museo dedicado a Cestero por el coleccionista César Miguel, constituyen claros paradigmas de mecenazgo. E. León Jiménez patrocina un certamen anual de arte que fomenta una alta calidad de participantes.
El Museo Bellapart, por su parte, ha transmitido al sector empresarial nacional que las utilidades pueden resultar provechosas para todos a través del fomento artístico. ¿Qué habría sido de la obra de Jaime Colson si Bellapart no la hubiera reunido en un espléndido refugio como el erigido en la avenida John F. Kennedy? ¿Y qué suerte habría corrido la vasta creación estética de José Cestero sin el resguardo y la curaduría de César Miguel?















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