Actualidad Primera Plana

El anhelo por el falso arreglo masculino

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El tema, aunque previsible por el título, era polémico: ¿ha estropeado el feminismo liberal el entorno laboral?…

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Hace poco escuché el podcast *Interesting Times*, donde Ross Douthat conversaba con Helen Andrews y Leah Libresco Sargeant, autoras de *The Great Feminization* y *The Dignity of Dependence*, respectivamente. El tema, aunque previsible por el título, era polémico: ¿ha estropeado el feminismo liberal el entorno laboral?

Conforme se desarrollaba la charla, ante cada argumento basado en verdades a medias y falsedades completas, sentí una especie de asombro sereno. Ese que aparece al notar que, tras discursos bien pulidos y frases aparentemente impecables, persisten las viejas estructuras, aquellas que albergan la desconfianza hacia las mujeres, el miedo a su plena realización y el deseo de confinarlas a un papel manejable.

No es casual que esta discusión provenga de Ross Douthat, columnista conservador del *New York Times*, junto a Helen Andrews y Leah Libresco Sargeant. Sus razonamientos, disfrazados de crítica cultural, reavivan la añoranza por un tiempo en que las normas eran masculinas y, por tanto, predecibles. No asombra que, aun viniendo de dos mujeres, se intente culpar al feminismo por un desajuste que no originó, sino que simplemente sacó a la luz. Pues el hecho de ser mujer no garantiza una perspectiva liberadora; a veces, la voz femenina se emplea como herramienta para validar el discurso que busca silenciarla.

Ellas hablaban de “feminización” como si fuese una enfermedad grave. De un mundo que supuestamente había perdido su rigor, su estructura jerárquica, su “objetividad varonil”. En su relato, la empatía devino debilidad, el cuidado se volvió caos, y la búsqueda de igualdad se presentó como un ataque al mérito.

Ahora bien, lo que realmente me inquieta no es la idea —ya manoseada—, sino el modo en que la visten de análisis. Se confunden las consecuencias con los orígenes. Se responsabiliza a las mujeres por ingresar a un sistema que no se adaptó a ellas, sin reparar que ese mismo sistema fue concebido para marginarlas.

Según ellas, el feminismo falló al intentar equiparar lo que por naturaleza es distinto. Y ahí yace una gran falsedad: el feminismo jamás negó la diferencia; lo que cuestiona es la jerarquía que transformó esa diferencia en sumisión.

Nunca se ha tratado de que las mujeres sean idénticas a los hombres, sino de entender que la igualdad no requiere ni exige homogeneidad. Lo que se anhela no es un mundo sin distinciones, sino sin privilegios.

Cuando las autoras atribuyen el “desmoronamiento” de las instituciones a la presencia femenina, en realidad están anhelando un pasado donde las reglas del juego eran varoniles y, por ende, fáciles de anticipar. No toleran la complejidad que trajo la incorporación; prefieren rebajarla a un peligro para su noción de orden.

Por supuesto, también tocaron el tema del MeToo, ese instante donde las mujeres se atrevieron a narrar colectivamente lo que por siglos se les forzó a callar. Y entonces lo tacharon de exagerado.

No hubo mención alguna a la cultura del silencio, a la impunidad sistémica o a las carreras truncadas por el acoso o el miedo. Reinciden, entonces, en el viejo recurso de patologizar la voz femenina: transformar el testimonio en crisis de nervios y la exigencia en censura.

Y es que escuchar no implica asentir sin cuestionar; implica dejar de dudar por inercia. El feminismo no pide fe, demanda justicia.

Luego vino la alabanza del “cuidado” como atributo femenino y de la “dependencia” como destino biológico. Un truco astuto para revestir la desigualdad con el lenguaje de la benevolencia.

El cuidado no surge “de la naturaleza”, sino de la consciencia. No es esencia, sino una elección que nos enriquece como seres humanos. No es patrimonio de las mujeres: es una labor compartida. Y mientras se nos siga asignando únicamente a nosotras, continuará funcionando como un mecanismo de exclusión.

No necesitamos que se “dignifique” la dependencia, sino que se reasigne la tarea de sostener la vida.

El feminismo no arruinó el trabajo. Lo develó. Mostró su fragilidad, sus límites, su falaz neutralidad.

Si hoy las estructuras flaquean, es porque han perdido su cómoda ilusión de generalidad. Ya no pueden simular que la justicia es imparcial, que el mérito es objetivo o que el poder no tiene sesgo de género.

Las mujeres no trajimos el desastre, trajimos claridad. Una luz incómoda, sí, pero indispensable, que expuso las debilidades ocultas bajo la pátina del llamado “orden”.

El podcast no me indignó, al contrario. Me reafirmó que cada vez que el feminismo avanza, el patriarcado busca un disfraz nuevo para reiterar lo mismo: que el mundo funcionaba mejor sin nosotras.

Y, sin embargo, aquí continuamos. No pidiendo permiso, sino forjando la historia.

No desintegración, sino nuevos cimientos.

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