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Mientras realizo una breve rutina de ejercicios en el paseo marítimo de Santo Domingo, observo (algo habitual cuando paseo por aquí) cómo las motocicletas circulan por la acera para eludir el embotellamiento. Esto pone en riesgo a la gente que utiliza esa vía para su propósito original: transitar con tranquilidad.
No consigo comprender cómo es posible que suceda algo tan sencillo de evitar. Sería suficiente con la presencia de dos o tres de los muchísimos agentes de Digesett que hay en la urbe, algunos incluso agrupados de a cuatro en una misma intersección, y que frecuentemente se les ve charlando en una esquina.
Observo a dos individuos pasar en una moto, por la acera, sin portar cascos ni matrícula. Al verlos marcharse, intento conjeturar sus pensamientos. Me cuestiono: ¿qué opinarán esos muchachos de quienes, infringiendo la normativa, desfalcan sumas millonarias? Intuyo que, al estar habituados a quebrantar reglas, les resultará natural que aquellos otros también lo hagan.
Esa estampa me llevó a meditar sobre cómo se ha fomentado una costumbre de desobedecer la ley hasta el punto de que la ciudadanía lo perciba como habitual. Los que están arriba permiten que los de abajo infrinjan preceptos (consumir alcohol al volante, arrojar desechos en la vía, invadir áreas restringidas, hurtar electricidad, etcétera), logrando así que los de abajo, a su vez, consientan que los de arriba quebranten las normas sustrayendo fondos públicos, traficando, eludiendo tributos, etc.
De este modo se ha consolidado una cultura de la transgresión, llegando incluso a promulgar normativas cuyo fin aparente es justamente ese: ser quebrantadas sin enfrentar consecuencias.
Como resultado, la colectividad se vuelve más permisiva con el caos, y acaba viendo como algo corriente que las disposiciones legales no se respeten.
Podríamos afirmar, por lo tanto, que el desorden que padecemos los dominicanos está, curiosamente, muy bien estructurado.















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