Fuente: Listin diario
He presenciado situaciones en las que la ausencia de perdón llega a niveles inimaginables. Hay personas que permiten que otro fallezca sin haberle perdonado, así como quienes mueren sin haber concedido el perdón por una ofensa o daño recibido.
Diferencias entre familiares, amigos y colegas persisten con la falta de perdón, prolongándose durante años, a menudo por detalles insignificantes que adquieren el carácter de irreconciliables.
La semana pasada me sorprendió escuchar la confesión del cantante venezolano Guillermo Dávila, quien en una entrevista reveló tener ocho años sin comunicación con una de sus hijas.
Según el artista, la relación se enfrió porque se negó a reconocer a un hijo hasta realizarse una prueba de ADN. Resulta increíble que un vínculo entre padre e hija se haya roto durante tanto tiempo por algo tan simple y sin que ninguno diera un paso hacia la reconciliación.
Para mostrar otro punto de vista, la semana pasada conversaba sobre este tema con un amigo cercano, quien me contó que fue criado por sus abuelos en Puerto Plata y no conoció a su padre biológico, residente en Santiago y a quien odiaba, hasta los 25 años.
Llevaba una herida profunda que ni siquiera el amor de sus abuelos logró sanar. Un día su padre lo visitó en Santo Domingo, donde vivía, pero lo trató con indiferencia. En otra oportunidad lo vio en la calle y ni siquiera le dirigió la palabra.
Todo cambió cuando asistió a un seminario llamado “Vida en el Espíritu Santo”, centrado en la sanación interior. Dos meses después visitó a su padre internado en un hospital de Santiago. “Allí oramos juntos, conversamos, lloramos de alegría y nos reconciliamos”, me relató este amigo, quien incluso escribió un libro sobre su experiencia para demostrar cómo “el odio enferma y el perdón sana”.
Esta conmovedora historia de sanación espiritual y emocional con su padre fallecido nos ayuda a entender por qué cuando el apóstol Pedro preguntó a Jesús: “¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?”, Jesús respondió con un extremo similar: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete”. (Mateo 18:21-22, Biblia Reina Valera).
Ni siquiera setenta veces siete es un número literal; fue la manera hiperbólica de Jesucristo para dejar claro que el perdón no tiene límites. La necesidad de perdonar constantemente quedó también reflejada en el Padre Nuestro, la oración modelo que Jesús enseñó a sus discípulos: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Perdonar no implica tolerar el daño recibido. Se puede enfrentar al reincidente con sus acciones e incluso mantener distancia si no se percibe un cambio sincero.
Una de las decisiones más arduas para los seres humanos es decidir perdonar o pedir perdón. De ahí surge la popular frase “yo perdono, pero no olvido”. Es una tarea monumental dejar atrás la ira, resentimiento, enojo, rencores y el deseo de que el otro pague por el daño causado.
Si resulta complicado perdonar, imaginen entonces ofrecer la oportunidad para una reconciliación; aún más difícil cuando la ofensa proviene de un familiar querido, un amigo cercano o alguien en quien se confiaba plenamente.
El perdón puede ser una decisión unilateral; sin embargo, la reconciliación requiere un proceso y la disposición mutua de las partes involucradas.
En ocasiones las heridas son tan profundas que generan amargura, rencores e incluso odio interminables, especialmente en quien se siente agraviado, con el riesgo de arrastrar esos sentimientos hacia nuevas relaciones y experiencias.
Por lo general, quien se aferra al resentimiento y la amargura sufre más daños personales porque le resulta difícil superar el pasado y avanzar; además enfrenta consecuencias físicas y emocionales negativas.
Es cierto que perdonar y reconciliarse se complican cuando las disculpas vienen acompañadas de excusas y justificaciones; en ese caso no hay arrepentimiento genuino.
La escritora estadounidense Richelle E. Goodrich reflexionó que una disculpa sincera expresada con calidez “sirve para separar las nubes de tormenta, calmar los mares agitados y atraer las suaves luces del amanecer; tiene el poder de cambiar el mundo de una persona”.
Es indudable que el perdón beneficia a ambas partes. El escritor inglés William Shakespeare afirmó que “el perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe”.
A pocas horas del final del 2025 considero que 2026 podría ser un año dedicado a fomentar el perdón y la reconciliación en los ámbitos individual, familiar y social, siempre que este proceso comience con una madurez mutua capaz de avanzar libre de traumas.
De forma personal, amable lector, podría reflexionar sobre quiénes necesita usted perdonar o a quiénes debe pedirles perdón para dar ese primer paso sin importar la actitud del otro; piense en su liberación interna. El perdón puede reducir la influencia negativa del ofensor y del daño sufrido sobre usted.
En familia aún más importante es evitar prolongar ofensas entre padres e hijos, hermanos o parejas debido a actitudes egoístas como “no ceder”.
Dar ese primer paso hacia el perdón eleva a quien lo realiza en lugar de disminuirlo. El beneficio suele ser mayor para quien ha sido lastimado pero decide iniciar la reconciliación.
“Perdonar es uno de los mayores regalos que puedes darte a ti mismo”, dijo Maya Angelou (1928-2014), escritora, cantante y activista estadounidense por los derechos civiles.
En lo social, República Dominicana tendría un futuro más prometedor si nuestros líderes políticos, empresariales, religiosos, gremiales y comunitarios superaran definitivamente la falta de perdón para promover las necesarias reconciliaciones que garanticen nuestro desarrollo como nación plena.
En política hemos visto cómo durante décadas “baecistas y santanistas”, “independentistas y anexionistas”, “rojos y azules”, “bolos y coludos”, “reformistas y perredeístas”, “blancos y morados” han sido obstáculos para lograr un presente marcado por un sincero perdón y reconciliación.
Los partidos gobernantes tras el ajusticiamiento del tirano Rafael Trujillo —todos vigentes aunque con diferente fuerza— deberían comenzar pidiendo disculpas al pueblo dominicano por sus errores en la administración pública como primer paso para acercarse a una ciudadanía afectada por años de corrupción y abandono estatal.
Históricamente han evitado admitir su culpa porque les resulta más conveniente culpar a administraciones anteriores por sus fallos y desaciertos.
Si quienes dirigen mostraran ejemplo de perdón y reconciliación podrían impulsar estas iniciativas tanto en lo individual como colectivo.
Incluso Haití y República Dominicana mantienen una deuda histórica pendiente debido a faltas previas de perdón; hoy los conflictos globales más severos nacieron por no haber dado ese primer paso cuando aún estaban comenzando.
Mahatma Gandhi, símbolo mundial del pacifismo dijo: “El perdón es un atributo de los fuertes”, mientras Nelson Mandela —Premio Nobel de Paz 1993— reflexionó: “Los valientes no temen perdonar por amor a la paz”.
Ser fuerte y valiente para pedir o conceder perdón es una forma positiva de empezar el nuevo año.
Como mi querido amigo citado al principio, quien venció rencor y odio para disfrutar cerca de 20 años una relación feliz y productiva con su padre antes de su fallecimiento.
Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.










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