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Ante una tragedia como la que acabamos de presenciar en nuestro país, mi fe, aún endeble, lo cuestiona todo. Al ver las guerras inútiles que perduran años, segando tantas vidas; al observar los abusos y la impunidad que nos rodean, mi primera pregunta siempre es: ¿dónde está Dios, dónde?
Soy un simple ser humano que, hace mucho, optó por entregarse al MISTERIO porque no entendía el mundo en que vivía. No fue por cobardía, sino porque, de no haberlo hecho, la vida me habría parecido una locura sin fin. Entonces, supe que el amor era lo único que podría protegerme.
No soy capaz de comprender nada. Me declaro incompetente, y cada mañana, al despertar, hago la misma oración: “Señor, perdóname, pero me cuesta transitar con tantas preguntas ligadas a mi día a día. Y más me cuesta intentar mantener la alegría en momentos como este. Me pongo en tus manos”.
La mañana del desastre, las lágrimas no dejaban de correr por mi rostro. Solo pensar en los familiares de las víctimas — algunos, mis amigos y conocidos — me causaba un dolor en el pecho difícil de expresar. Las horas de incertidumbre mientras intentaban auxiliar a las víctimas, el desconsuelo de los familiares… Sentí el dolor muy profundo en mi corazón y no cesaba de preguntarle a mi Dios: “¿Dónde estabas esa madrugada aciaga, cuando tantos seres humanos transformaron su alegría en la más absurda pesadilla y muerte?”.
No entendemos que esa libertad que se nos dio al nacer nos expuso a todo tipo de experiencias. Somos libres de actuar como decidamos: el bien y el mal son opciones. Decidir es la mayor libertad que alguien podría desear. Ese Dios nos hizo libres, y quienes son libres son responsables de sus decisiones.
Al reflexionar sobre esta libertad, también pienso en la misericordia de este Ser Superior hacia todas sus criaturas. Estoy seguro de que, esa madrugada, Dios Padre tuvo que sentir en su inmensidad el dolor de un momento que cambiaría el rumbo de vida de muchas familias, obligándolas a aprender a vivir en la tristeza el tiempo que les restara por vivir.
Solo el tiempo podrá ayudarnos a mitigar las heridas producidas por esas dramáticas ausencias. Solo la esperanza de reencontrarnos podrá consolar los atribulados corazones. Solo los recuerdos ayudarán a resistir este tiempo de separación.
Yo creo en el reencuentro. No entiendo este ensayo de vida sin la eternidad junto a quienes he aprendido a amar en este camino.
El golpe ha sido duro. No nos anclemos en la muerte. No permitamos que esta terrible experiencia marque el tiempo que nos toca caminar. Debemos mirar con esperanza y hacer de esto nuestra bandera para superar el momento vivido.
Va a costar, va a doler. La herida no sanará fácilmente. Solo nos queda abandonarnos en las manos del Padre. Las lágrimas nos acompañarán siempre, pero llegará un momento — cuando nos toque partir — en que se responderán todas las preguntas. Y estoy seguro: el reencuentro con quienes amamos borrará todas las huellas de dolor.
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