Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
LONDRES – Gobiernos de todo el mundo se esfuerzan por reinventarse a imagen de las empresas. La iniciativa DOGE de Elon Musk en Estados Unidos es bastante clara al respecto, al igual que el presidente argentino de la motosierra, Javier Milei. También se escucha un discurso similar en Reino Unido, donde el ministro Pat McFadden busca que el gobierno promueva una cultura de “experimentación y aprendizaje” y adopte una gestión basada en el desempeño.
El inconveniente es que gobiernos y empresas tienen metas muy distintas. Si los funcionarios públicos comienzan a imitar a los empresarios, mermarán su capacidad para lidiar con problemas sociales complejos.
Las prioridades clave para las startups son la iteración veloz, la disrupción tecnológica y la entrega de rendimientos financieros a los inversores. El éxito de una startup con frecuencia reside en solucionar un problema acotado, con un solo producto o dentro de una única organización. Los gobiernos, en cambio, deben enfrentar problemas complejos e interconectados como la pobreza, la salud pública y la seguridad nacional, cada uno de los cuales demanda colaboración intersectorial y una cuidadosa planificación a largo plazo. La idea de obtener beneficios inmediatos en cualquiera de estos ámbitos ni siquiera tiene sentido.
A diferencia de las startups, los gobiernos tienen obligaciones legales que cumplir y deben asegurar la provisión de servicios esenciales y la igualdad ante la ley, sobre todo en la actualidad. No les sirven métricas como la cuota de mercado, porque no tienen competidores. No deben intentar “ganar”, sino enfocarse en ampliar las oportunidades y promover la difusión de las mejores prácticas. Deben pensar a largo plazo y a la vez lograr estructuras ágiles y flexibles con capacidad de adaptación.
Introducir una nueva aplicación de salud digital en un sistema de salud pública deficiente puede ofrecer una mejora puntual, pero no resolverá los problemas sistémicos subyacentes, por ejemplo, la escasez de personal médico o las dificultades geográficas. Peor aún, aplicar la lógica de las startups a los servicios públicos puede generar soluciones fragmentadas que agraven las ineficiencias existentes. Por ejemplo, una ciudad puede obtener mejoras rápidas en su relación con los ciudadanos al crear una aplicación para denunciar baches en las calles, pero esto no la ayudará a estudiar sistemas de transporte más sostenibles o la forma de reducir las emisiones de carbono que impactan en la salud de los ciudadanos.
El proceso mediante el cual los gobiernos aprenden a brindar mejores resultados es muy diferente al de una startup. En vez de adoptar ciegamente la cultura de las startups, los gobiernos deben estudiar iniciativas anteriores de modernización y reforma de los servicios públicos. De esto se derivan varias lecciones.
En primer lugar, es necesario modificar la base económica empleada en el sector público. A menudo, el énfasis del modelo actual en la “eficiencia” confunde “productos” (¿cuántos almuerzos escolares se subsidiaron?) con “resultados” (¿cuán nutritivos y sostenibles o de origen local fueron esos almuerzos?), y se basa en una dicotomía ultrasimplista entre lo público y lo privado. El resultado es una confianza excesiva en heurísticas superficiales como el análisis costo-beneficio, que no necesariamente mide el progreso hacia los resultados sistémicos deseados.
También hay que mejorar el cálculo del valor a largo plazo de la inversión pública. Por ejemplo, la decisión de la ministra de Hacienda del Reino Unido, Rachel Reeves, de prestar menos atención a la deuda neta del sector público y más a su pasivo financiero neto es acertada, ya que este refleja mejor el rendimiento de las inversiones públicas, al incluir activos ilíquidos (préstamos estatales) y otros pasivos financieros (oro monetario). Pero el esquema de Reeves no tiene en cuenta el valor de los activos no financieros (por ejemplo, la propiedad pública de infraestructuras y viviendas), y su horizonte temporal corto le impide crear una estructura de incentivos para inversiones a largo plazo.
Una segunda lección es que la diversidad es un activo, no un simple ejercicio de corrección política. Durante el siglo pasado, el sector público se esforzó por lograr universalidad y uniformidad: que los servicios fueran tan buenos y accesibles en un pueblo pequeño como en una ciudad rica. Pero la forma en que se prestan los servicios también importa. Para crear un sector público capaz de adaptarse y enfocado en resultados se necesita una fuerza laboral más diversa, formación continua, una multiplicidad de perspectivas analíticas y una variedad de intervenciones (no hay una solución mágica para todo).
En tercer lugar, el sector público debe encontrar un equilibrio entre sus capacidades políticas, de formulación de políticas y de ejecución. Un gobierno no es una mera máquina administrativa, y necesita liderazgo político, sentido de propósito y capacidad para modificar sus políticas. La reforma del sector público suele centrarse demasiado en la eficiencia tecnocrática y descuidar la necesidad de articular y ejecutar una visión que obtenga el apoyo de los ciudadanos.
Existen gobiernos municipales que están implementando modelos nuevos. Por ejemplo, en lugar de centrarse en una política de quejas, ciudades como Barcelona y Bogotá han elegido a sus gobernantes sobre la base de una plataforma de transformación urbana. El éxito de estos gobiernos resalta la importancia de equilibrar la visión política con la viabilidad en la ejecución.
En un sentido más amplio, para dotar al sector público de la capacidad necesaria para abordar los problemas actuales, los gobiernos (y lo que Mazzucato ha denominado “estados emprendedores”) deben cultivar seis capacidades que les permitirán aprender, adaptarse y ajustarse. La primera es la conciencia estratégica: la capacidad de identificar proactivamente los desafíos y oportunidades emergentes. La segunda es la adaptabilidad de la agenda, para poder balancear las prioridades mientras se da respuesta a las crisis. La tercera es la creación de coaliciones y asociaciones, para que el sector público pueda fomentar la colaboración entre sectores y con las comunidades.
La cuarta capacidad es la autotransformación: la actualización continua de habilidades, estructuras organizativas y modelos operativos de los organismos públicos. Lo que presupone una quinta capacidad: la experimentación y la resolución iterativa de problemas en la prestación de servicios públicos. Y, finalmente, el sector público necesita herramientas e instituciones orientadas a resultados.
Para desarrollar estas capacidades en todo el sector público hay que replantear la formación de los funcionarios, los marcos de competencias y los modelos organizativos. Pero, sobre todo, hay que replantear el modo de medir y evaluar el trabajo del sector público. Por eso, en el Instituto para la Innovación y el Propósito Público (IIPP) del University College de Londres estamos creando un índice de capacidades del sector público para evaluar las capacidades gubernamentales a nivel municipal. Herramientas como esta pueden detectar carencias en habilidades y recursos y vincular el desarrollo de capacidades con la mejora de los resultados.
Los gobiernos no deben funcionar como startups, porque sus objetivos, mandatos y horizontes temporales son muy diferentes. En lugar de perseguir el espejismo de Silicon Valley, las autoridades deben enfocarse en crear estructuras y capacidades que doten a los gobiernos de agilidad, resiliencia y eficacia. (Además de nuestro trabajo en el IIPP, existen otros autores como Jennifer Pahlka y Andrew Greenway del Centro Niskanen que también demuestran cómo podría funcionar).
La reforma del sector público debe basarse en un conocimiento profundo de su dinámica, y no en el deseo de imitar (mal y tarde) a unicornios que persiguen la próxima gran disrupción. Y, por cierto, estamos aprendiendo en tiempo real que la disrupción por sí sola es una receta para el desastre.
La autora
Mariana Mazzucato, profesora de Economía de la Innovación y el Valor Público en el University College de Londres, es autora de The Big Con: How the Consulting Industry Weakens Our Businesses, Infantilizes Our Governments and Warps Our Economies (Penguin Press, 2023).
El autor
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