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Desde hace tiempo, República Dominicana, al igual que muchas naciones de la región, ha estado notando cómo los productos chinos saturan sus mercados y debilitan los cimientos de su desarrollo industrial, con cierres de plantas y despidos masivos.
Ante esta situación, muchos países se han visto forzados a depender de los servicios, pero depender solo de ellos conlleva riesgos significativos.
Estados Unidos no es ajeno a esta distorsión, aunque parecía imperturbable.
Ahora, reacciona con retraso ante el hecho de que (según Katherine Tai, quien fue representante comercial de Estados Unidos durante la administración del expresidente Joe Biden, según un artículo del periodista Keith Bradsher en The New York Times) “el tsunami se avecina para todos”.
Bradsher afirma en su informe que los fuertes aranceles anunciados el 2 de abril por el presidente Donald Trump han sido la respuesta más drástica hasta el momento (tanto que parece desmedida, añadimos nosotros) al impulso exportador de China.
Añade que desde Brasil e Indonesia hasta Tailandia y la Unión Europea, varios países ya se han movilizado de manera más discreta para aumentar también los aranceles.
Pero ahora, los dirigentes chinos, según Bradsher, están furiosos y se enorgullecen de la alta tasa de ahorro, las largas jornadas laborales y la abundancia de ingenieros y programadores de software en China, así como de sus legiones de electricistas, soldadores, mecánicos, trabajadores de la construcción y otros técnicos cualificados.
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Y en parte tienen razón. Esas virtudes son innegables, pero solo explican en parte el arrollador avance chino.
La otra parte es que los chinos tienen una marcada tendencia a exportar y una escasa inclinación a importar, y han tenido la suerte de que otros países ofrecen, con excesiva indulgencia, sus mercados abiertos, mientras ellos mantienen el suyo cerrado.
Ojalá nuestro hemisferio pueda entenderlo para dar una respuesta adecuada.
De lo contrario, nos quedaremos con mercados sin industria, lo cual, al final, es como no tenerlos.
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