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Miami. — La Semana Santa de 2025 en Estados Unidos se transformó en una celebración casi secreta. No por herejía, ni por pandemia, sino por temor. En un país donde millones de católicos son inmigrantes y una parte significativa de ellos indocumentados, los operativos migratorios autorizados por el gobierno de Donald Trump han transformado los templos en zonas vulnerables. Lo que antes se percibía como zona segura hoy es un punto de riesgo.
El golpe institucional llegó en enero, cuando el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés) anunció la eliminación formal de las “zonas sensibles” o lugares santuario. Hasta ese momento, escuelas, hospitales e iglesias estaban protegidas de operativos del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés). Con un solo documento, el gobierno autorizó lo que por años había sido una línea roja, la detención de migrantes dentro o alrededor de lugares de culto. Desde entonces, las diócesis de la Unión Americana han reportado ausencias masivas, redadas cercanas, vigilancia, ansiedad. Y, sobre todo, miedo.
En Estados Unidos, más de 60 millones de personas se identifican como católicos. Aproximadamente el 29% de ellos son inmigrantes, según un estudio reciente del Pew Research Center. Esto equivale a 17.4 millones de personas. Un 14% adicional son hijos de migrantes.
“Cada persona indocumentada, así como sus familias, vive con miedo. Y es intencional. Es un miedo destinado a generar deportación”, dijo el cardenal Robert W. McElroy, arzobispo de Washington D.C., durante una conferencia de prensa en marzo. En otro momento de la misma intervención, agregó que “cuando estos lugares se convierten en objetivos del ICE, infunden miedo en todos y actúan como un elemento disuasorio para que las personas asistan a la iglesia y adoren libremente o vayan a las escuelas”.
Esta Semana Santa, la “disuasión” es más visible que nunca. En ciudades como Fresno, California, la diócesis ha confirmado la caída notable en la asistencia a parroquias rurales del Valle de San Joaquín. En esas zonas, los feligreses son familias campesinas, trabajadores esenciales, madres solteras que caminan hasta la iglesia con sus hijos. Hoy caminan hasta el mercado, a veces hasta la escuela, hasta el trabajo. Pero no hasta el templo. Chandler Márquez, vocero de la diócesis, explicó que, desde las redadas ocurridas en Bakersfield en enero, “las misas se han vaciado”.
En total, se estima que hay más de 20 mil iglesias católicas, incluyendo las parroquias, catedrales y basílicas. En Houston, la Iglesia Ríos de Aceite ha registrado una caída de entre el 25% y 40% en la participación dominical. En Chicago, el cardenal Blase J. Cupich reaccionó el 18 de marzo tras un operativo del ICE cerca de la parroquia San Pío X.
“Es moralmente inaceptable que agentes federales utilicen lugares de fe como puntos de vigilancia o captura. La presencia del ICE cerca de nuestras iglesias es un atentado contra la dignidad humana y la libertad religiosa”. Sus palabras se replicaron en más de 70 parroquias del área metropolitana. Pero no bastaron para frenar las persecuciones. Las misas ahora se transmiten por redes sociales. El acto del Viernes Santo se pudo ver en YouTube. Los niños que antes llevaban túnicas blancas para hacer su primera comunión, ahora han asistido a catequesis por Zoom. En Pittsburgh, un sacerdote de la parroquia Santa Teresa de Calcuta lo describió así en redes: “Tenemos nuestro grupo de catequesis para niños, la mayoría todavía sigue viniendo, por ahora, pero hay un grupito pequeño que lo estamos asistiendo por Zoom para que los papás, que se sienten un poco nerviosos al venir aquí, no dejen de alimentar a sus hijos en la fe”.
Ana María García, madre salvadoreña en El Paso, Texas, confesó a EL UNIVERSAL que no llevaría a sus hijos a las celebraciones de la Semana Santa a su iglesia.
“Mi hijo hizo la primera comunión aquí, pero no me arriesgo. He visto camionetas sin placas cerca de la parroquia. No respetan la casa de Dios. Se siente como si fuera una trampa del ICE disfrazada de templo”, declaró María García.
Pedro Arriaga, obrero mexicano en Orlando, Florida, va más allá. “Antes cargaba la cruz, pero este año no me quise arriesgar; ahora cargo una mochila con mi pasaporte, una muda de ropa y una estampita de la Virgen, por si me detienen”.
El cardenal Joseph Tobin, arzobispo de Newark, presidió una vigilia el 2 de abril frente a la catedral del Sagrado Corazón.
Ahí, bajo el frío y la luz de las velas, aclaró que “las iglesias no son trampas, son refugios. Pero cuando una madre tiene que elegir entre alimentar su alma o esconderse con sus hijos por miedo a ser arrestada en misa, el Evangelio se vuelve una llamada urgente a resistir”.
En Boston, el cardenal Seán O’Malley denunció en una carta pastoral leída en parroquias el 9 de abril que “la criminalización sistemática del migrante ha llegado a nuestros altares. Ningún católico puede permanecer indiferente ante este atropello que pisotea la santidad de nuestros templos”.
Su mensaje incluía una instrucción clara, las parroquias deben ofrecer apoyo legal, sicológico y espiritual, pero los recursos son limitados. Y el miedo, inmenso.
Los fieles han empezado a organizar rutas seguras para asistir a misa. En algunas diócesis, los horarios ya no se publican. En otras, los templos permanecen abiertos, pero sin ceremonia. En Miami, el arzobispo Thomas Wenski recordó que “la iglesia es propiedad privada y tenemos la protección de la Constitución”, pero la Constitución no detiene al presidente Donald Trump ni a los arrestos.
Este año, la cruz de Cristo no avanza visiblemente por las calles católicas, cristianas de la Unión Americana. Avanza en las salas, las habitaciones y las reuniones privadas de sus fieles. No hay incienso, ni micrófonos, ni hostias; solo el silencio de quien reza con el teléfono apagado y la maleta lista, pero reza, porque la fe, incluso bajo redada, sigue siendo una resistencia.
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