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La música, las artes visuales y el teatro dieron un salto de calidad con la llegada de pintores españoles y judíos a fines de los treinta y principios de los cuarenta, pero el cine se quedó atrás, pues ese exilio no trajo consigo representantes vinculados al nuevo arte.
Por eso, los cineastas y actores que formaron la emigración europea de posguerra dirigieron sus pasos hacia la meca de esa industria, ya conocida como la madre de las grandes filmaciones: Hollywood; o en su defecto, ese otro lugar que se abría paso en Latinoamérica: los Estudios Churubusco Azteca, en el dinámico México.
Pero, ¿qué habría pasado de haberse cultivado una conciencia crítica hacia el cine desde su arribo al país en los años veinte; una conciencia capaz de señalarle a las audiencias no solo los fundamentos del lenguaje fílmico, sino también los del lenguaje onírico? Como no soy adivino ni mago, no puedo responder esa pregunta, pero de lo que sí estoy seguro es que se habría producido el establecimiento de una mejor selección de proyecciones y que, posiblemente, alguna noción de industria relacionada con el cine habría hecho aparición en nuestra geografía, tal como había sucedido en otros países latinoamericanos.
Imaginen lo que hubiese sucedido si Trujillo hubiese tenido alguna noción del porqué del cine, al igual que otros dictadores de esa época, que se rindieron a las veleidades de una cinematografía que, más allá del entretenimiento, servía como el cañón mayor de la ideología desplegada.
Stalin, Mussolini, Hitler y Franco, siguieron las directrices de Lenin, quien en 1919 nacionalizó la industria cinematográfica rusa y puso como directora a su esposa, Nadezhda Krupskaya; y ese mismo año creó la primera escuela estatal de cinematografía del mundo.
Los dictadores, a partir de “El acorazado Potemkin”, de Eisenstein (1925), se hicieron de sus cineastas predilectos y les encargaron realizar producciones para exportar al mundo sus credos a través de filmes que glorificaban sus propuestas políticas e ideológicas.
Varios dictadores latinoamericanos, como Juan Vicente Gómez (1908-1935) en Venezuela, Getulio Vargas (1930-34 y 1947-45) en Brasil, y Juan Domingo Perón (1946-55) en Argentina, hicieron suya la propaganda cinematográfica, propiciando el crecimiento del cine en sus países.
Y esto fue posible porque contaban con una conciencia crítica, algo que no tuvo Trujillo; aunque a nuestro dictador nadie le ganaba en la versificación laudatoria. De ahí que, mientras nos faltaba una estética cinematográfica, nos sobraba una poética aduladora.
Los esbozos de una crónica cinematográfica nacional surgieron en los cincuenta con Carlos Curiel y Santiago Lamela Geler (aunque ya Miguel Peguero, ph, y Homero León Díaz, habían ejercido alguna práctica vinculada con esta actividad de manera esporádica e integrada durante la temporada de los grandes estrenos, a través de la agencia publicitaria y noticiosa que habían fundado en los años cuarenta), a los cuales será preciso reservarles un lugar destacado en la historia, aún inédita, de la crítica cinematográfica dominicana.
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