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De detractores y relatos

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Eso sí, la dictadura oficializó la intriga fundamentada en información malintencionada que, a modo de Foro Público, destruía a diario la reputación del señalado por el jefe.

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La saña es un mal de siempre. Eso sí, la dictadura oficializó la intriga fundamentada en información malintencionada que, a modo de Foro Público, destruía a diario la reputación del señalado por el jefe. Con el tiempo, los mecanismos solapados de castigo cedieron ante una rutina de insultos más explícita, capaz de repetir barbaridades increíbles, que recibía aplausos y estímulos de quienes se sentían beneficiados por el ataque virulento.

Así como evolucionan los métodos de control al no encontrar límites legales, tanto las penas como las prácticas de sometimiento se perdieron en el delirio de ilusos muy creídos en los efectos de la justicia. En el interregno, un ejército de rufianes reemplazó la rutina informativa a cargo de profesionales, habilitando un club de chantajistas enquistados en las redes con permiso para asesinar reputaciones. Muchos observaban sin inmutarse, hasta que los dardos venenosos no les tocaron. Ahí comenzó su “preocupación”.

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En mi caso, pudo más el temperamento que las recomendaciones de tolerancia. Por eso, influenciado por el espíritu de Quijote, dediqué años en tribunales, con la retahíla de incidentes programados de tácticas dilatorias, claramente orientados a no conocer la verdad. Lo cierto es que la activación de circuitos del descrédito obedece a una lógica de actuación en los territorios de la política perversa y aviesa, capaz de entusiasmar a quienes carecen de las competencias necesarias. Esos mismos que asumen que, manchando a sus adversarios, allanan el camino de sus irrealizables metas.

Ahora, los gritos llegan al cielo. Y sobran motivos. Irrespetos, desbordes y una facción partidaria que pretende obtener en las redes lo que el voto popular no les otorgó. Se incurre en el infortunio argumental de confundir el ejercicio de los derechos, olvidando lo inviable que sería su carácter ilimitado, porque no pueden disfrutarse de manera absoluta. Por eso, la urgencia de una legislación alejada del espíritu restrictivo y/o conculcador de derechos, pero enérgica y efectiva a la hora de sancionar la montaña de excesos verbales que surgen cuando no se sabe distinguir entre libertad y libertinaje.

Al final, y por experiencia, queda la satisfacción del deber cumplido, con dos condenas ratificadas por la Suprema Corte de Justicia. Dos condenas que visibilizan a los tontos útiles, esos que, por mandato, esconden en tercería a los verdaderos instigadores, hoy amargados: uno, por su insignificancia electoral; el otro, por sus frustraciones personales.

Pero no es lo personal lo importante. Los órganos competentes hablaron, y ese precedente basta. Ahora nos toca elevar el debate y apostar por una democracia que sepa diferenciar firmeza de violencia, crítica de difamación y ambición de mezquindad.

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