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El miércoles 7 de mayo, 133 cardenales de 71 países y cinco continentes se reunirán en la Capilla Sixtina para seleccionar al nuevo pontífice que asumirá el cargo que el papa Francisco ejerció durante 12 años. Como siempre, las conjeturas sugieren que los cardenales se dividen entre liberales, conservadores y centristas, aunque el hecho de que ocho de cada diez cardenales que participan en el cónclave fueron designados por Francisco (108), en comparación con los 21 nombrados por Benedicto XVI y los cuatro de Juan Pablo II, parecerían favorecer las posturas más liberales y centristas.
La realidad es que la elección debería inclinarse, independientemente de las posiciones conservadoras o liberales de los cardenales, hacia aquellos papables que posean el carisma de la concertación, el diálogo y la moderación. Y esto por una razón simple, señalada hace tiempo por Carl Schmitt: La Iglesia Católica no es una entidad teológica, dogmática y eclesiástica monolítica, sino un “complexio oppositorum”, donde coexisten posturas contrarias. Ella unifica “en su seno todas las formas de Estado y de Gobierno”. Es “una monarquía autocrática, cuyo líder es elegido por la aristocracia de cardenales, en la que, sin embargo, hay suficiente democracia para que, sin distinción de clase y origen, el último pastor de los Abruzos tenga la posibilidad de convertirse en ese soberano autocrático”.
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En efecto, la historia de la Iglesia Católica “conoce ejemplos de asombrosa adaptación, pero también de rígida intransigencia, de capacidad de resistencia varonil y de flexibilidad femenina; de orgullo y humildad extrañamente mezclados. También en lo teológico domina por doquier la complexio oppositorum. El papa es llamado ‘padre’ y la Iglesia es ‘madre’ de los creyentes y la ‘esposa’ de Cristo. Y, finalmente, lo más importante: esa ambigüedad infinita se vincula nuevamente con el dogmatismo más preciso y una voluntad de decisión que culmina en la teoría de la infalibilidad papal”.
Mi esperanza es que el Espíritu Santo guíe a los cardenales hacia la elección de un papa liberal, que realice la transformación más necesaria en la Iglesia: abrirla a las mujeres. Todo ello, apoyado en las voces autorizadas del feminismo cristiano y católico que resaltan: (i) La radical inclusión de las mujeres efectuada por Jesús, (ii) su desafío frontal al patriarcado judío, (iii) el hecho de que varias mujeres (María Magdalena, Juana y Susana, entre otras), estuviesen entre sus más destacadas seguidoras, (iv) la importancia de que el mensaje de la resurrección fuera conocido primero por las mujeres y (v) que en el cristianismo ya no hay “ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”, (Gálatas 3:28), siendo San Pablo el primero, tras Jesús, que “canceló la diferencia sexual” para decirnos que todos somos iguales ante Dios.
La feminización de la Iglesia y el acceso de las mujeres al sacerdocio permitirán expandir la influencia católica a nivel mundial, combatir las agresiones sexuales dentro de la Iglesia, promover la no discriminación y recargar la doctrina social de la Iglesia, fortaleciendo la igualdad de hombres y mujeres en su seno. Como afirma Germán Sánchez, “¿quién mejor que una mujer enamorada de Cristo para hacer que otros se enamoren vitalmente de Cristo y, de esta forma, transformar su vida y la vida social?” Dios mío, no tardes.
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