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Una cumbre creativa centrada en el poder narrativo de la música en el cine

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Spielberg dirigía como si fuera un músico y Williams componía como si fuera un cineasta.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

Guillermo del Toro y Alexandre Desplat: Una charla entre notas e imágenes en una de las actividades del Festival de Cine de Cannes 2025

Durante hora y media, en una de las actividades más íntimas y enriquecedoras de la presente edición del Festival de Cannes, el director mexicano Guillermo del Toro y el compositor francés Alexandre Desplat protagonizaron una conversación orquestada por la SACEM (Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música) y guiada por el especialista Stéphane Lerouge.

No fue una clase magistral convencional, sino una verdadera cumbre creativa sobre el poder narrativo de la música en el cine.

Ambos artistas, desde sus trincheras, compartieron con franqueza y sensibilidad sus pasiones, procesos y secretos — los auténticos, no los publicitarios — sobre cómo las melodías pueden hacer hablar a las imágenes.

Lo primero que quedó claro fue que, para ambos, el amor por el cine nació desde la música.

Desplat, uno de los compositores más renombrados de su generación, confesó que el cine fue su El Dorado.

Su juventud estuvo marcada por la fascinación hacia el Nuevo Hollywood: Spielberg, Scorsese, De Palma, Coppola, y, por supuesto, las bandas sonoras que acompañan esas películas.

Compraba vinilos importados, escuchaba sin cesar partituras de John Williams, Bernard Herrmann y Jerry Goldsmith.

El cine, según Desplat, era el único arte donde todo era posible: un día se podía escribir para un cuarteto de cuerdas y al siguiente para una big band de jazz. Esa libertad estilística se convirtió en su vocación.

Por su parte, Guillermo del Toro evocó una anécdota similar: su primer disco fue la banda sonora de Jaws (Tiburón), seguido de The Godfather.

En una época sin streaming ni plataformas, el único modo de revivir una película era cerrar los ojos, poner el vinilo y dejar que la música evocara las imágenes.

Para él, la música no era una adición, sino una forma de ver el cine con los oídos.

“El 90% de la música que escucho son bandas sonoras”, confesó.

En su casa, las estanterías están llenas de partituras, no de discos de pop. Porque para él, los verdaderos compositores de cine son narradores, igual que un director.

Del Toro explicó que en Jaws descubrió el verdadero poder de la colaboración entre director y compositor. Spielberg dirigía como si fuera un músico y Williams componía como si fuera un cineasta. Esa sincronía marcó profundamente al director de El laberinto del fauno. “La cámara es la primera nota musical”, dijo con entusiasmo.

Para él, la partitura comienza desde el encuadre, desde el ritmo con el que se mueve la cámara, desde la duración de una toma. Y por eso, añadió con complicidad, considera que Desplat no es solo un compositor, sino también un director.

Alexandre Desplat ha sido, de hecho, el arquitecto musical de muchas películas que requieren una sensibilidad fuera de lo convencional.

Ganador de dos premios Óscar (The Grand Budapest Hotel y The Shape of Water), su estilo es reconocible pero nunca repetitivo.

Él mismo lo explicó: sus influencias musicales son tan vastas como inesperadas.

Ritmos brasileños, cantos burundeses, melodías griegas, percusiones africanas… todo forma parte de su universo sonoro.

No porque quiera sonar exótico, sino porque — como dijo con claridad — un compositor debe ser un “constructor de mundos imaginarios”.

Al igual que un director crea un universo visual, el compositor lo esculpe con sonidos.

Cuando se trata de acompañar a los personajes en una película, Desplat asegura que su enfoque es profundamente psicológico.

A diferencia de la música de acción que subraya los efectos o los giros dramáticos, su partitura se adhiere al alma de los personajes.

“Sembramos pequeñas semillas desde el principio”, explicó, “y las vemos florecer en las escenas clave”.

No se trata de una música decorativa, sino de una música con propósito narrativo.

La conversación también se adentró en cómo se construye una colaboración creativa entre compositor y director. Desplat describió ese vínculo como un “teatro emocional” al que es invitado.

Él se sumerge en la película como un actor que debe encontrar su tono. Se nutre de su bagaje — no sólo musical, sino también pictórico, literario, incluso filosófico — para responder a las imágenes que el director le propone.

“Soy, en cierto modo, el tercer autor de la película”, afirmó. Y esa autoría no busca el protagonismo, sino el equilibrio.

Del Toro, por su parte, destacó que trabajar con compositores como Desplat implica una entrega absoluta, casi ritual. “Hay que confiar”, dijo.

La música es el vehículo que puede elevar una escena corriente a un plano trascendente. Y para lograrlo, el cineasta debe aprender a soltar el control, a dejar que la música transforme su obra sin miedo.

Por eso considera que el trabajo con Desplat en La forma del agua fue uno de los más sublimes de su carrera.

El resultado: una partitura fluida, líquida, que se funde con los silencios y los suspiros de los personajes.

Lo más poderoso de este encuentro fue presenciar la comunión entre dos artistas que no compiten por dominar una película, sino que colaboran para revelar.

Ambos entienden el cine como una coreografía entre imagen y sonido, como una danza de sensibilidades. Y ambos, además, comparten una idea romántica del cine como experiencia sensorial total.

Al cierre del evento, Lerouge preguntó si la música en el cine sigue teniendo espacio en una industria cada vez más dominada por algoritmos y fórmulas. Del Toro fue tajante: “Mientras haya emoción, habrá música. Y mientras haya música, el cine no morirá”. Desplat asintió. Y en ese gesto silencioso se resumió la esencia de toda la conversación: el cine, en su forma más pura, no es una industria sino un acto poético. Y la música, como diría Tarkovski, es el tiempo que se hace visible.

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