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Aislamiento y letras

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Solo volvió a la tierra que lo vio nacer en 1931-1933, para desempeñar el cargo de superintendente de educación, nombrado por el dictador Trujillo.

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La relación entre condición insular y literatura plantea un dilema que los escritores dominicanos han procurado abordar en sus obras, con mayor o menor éxito, pero constituye una inquietud que se niega a dejarnos desde que empezamos a transitar los senderos de la literatura nacional. Es un falso problema, una encrucijada simbólica a la que todos, de un modo u otro, hemos tenido que encarar.

Para mí, tal vez sin proponérselo, Pedro Henríquez Ureña — que sigue siendo el más grande escritor que hemos tenido, de amplio reconocimiento internacional — dio respuesta con su propia obra y su itinerante vida, a esta compleja disyuntiva de “libertad y confinamiento, arraigo y destierro, deseo y condena”, dicotomías que ahora replantean los organizadores de este festival.

Pedro Henríquez Ureña, que nació un 29 de junio como hoy, hace 141 años, salió de Santo Domingo cuando era todavía un adolescente, para no detener sus pasos nunca más, hasta su inesperada muerte en Argentina en 1946, poco antes de cumplir sesenta y dos años. Solo volvió a la tierra que lo vio nacer en 1931-1933, para desempeñar el cargo de superintendente de educación, nombrado por el dictador Trujillo. De joven vivió en Cuba (1905), en el México de la Revolución (1910-1913, 1921), donde se convirtió en maestro de maestros ; en España (1920), de cuya literatura clásica sabía tanto como los letrados españoles; en Estados Unidos (1915-1920), donde se doctoró, enseñó en la Universidad de Minnesota y escribió, en inglés, Las corrientes literarias de la América Hispánica (1949), publicado póstumamente en español. Entre las muchas cosas que hizo, descuellan sobre todo su incomparable trabajo crítico, y su ejemplar magisterio, una labor de incalculables dimensiones, un legado de amplia repercusión en nuestro idioma. Quiere decir que nuestro humanista, que nació en un país pobre, asolado por la guerra civil y las contiendas entre caudillos, dio el salto hacia una dimensión cultural universal, rompiendo las barreras que lo hubieran podido condenar al aislamiento y al silencio.

Otras voces, provenientes de la poesía, han incursionado en la compleja dicotomía que hoy nos congrega, creando universos líricos que son también vías de escape, cuando no intentos de encontrar en la amalgama étnica insular los rasgos de una identidad propia, forjada en el conjunto de diversidades que nos definen, como lo intentó el tamborileño Tomás Hernández Franco (1904-1952) en Yelidá (1942), un paradigma lírico con el que trata de definirnos. Yelidá, la mulata, “negra un día sí y un día no, blanca los otros; nombre de vodú y apellido de kaes”; Yelidá “deshojada a sí y a no / por éxtasis de blanco y frenesí de negro / profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo / en secreto de surco y en misterio de llamas”.

También Manuel Rueda (1921-1999), ese inolvidable poeta y músico que profundizó como pocos en el eterno conflicto entre siameses que somos Haití y República Dominicana, dos pueblos condenados a intercambiar sus destinos en la zona más inhóspita de la isla. En sus “Cantos de la frontera”, incluidos en La criatura terrestre (1963), lo dice sin ambages: “Medias montañas, / medios ríos, / hasta la muerte compartida. // El mediodía parte / de lado a lado al hombre / y le parte el descanso, / parte la sombra en dos / y duplica el ardor.”

Por último, está el eximio Franklin Mieses Burgos (1907-1976), creador de un Trópico íntimo, tan real como imaginario, donde “Todo vuelve rodando hacia mi oscura isla antípoda a la tuya” y nuestro país es un “territorio de niebla” / donde todo se iguala”, el mango es un “paquidermo de hojas”; cerca está “el flamboyán suicida / que solo se desangra herido por los propios / puñales florecidos de sus ramas”, y donde nos acuna la “palma real: verde pluma de fuente para escribirle cartas de sombras a los ríos”.

En fin, la isla nos aísla y nos conecta, nos hace soñar y forjar otros mundos, nos permite echar raíces, o nos convierte en diáspora fecunda y bienhechora.

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