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Escoger la medicina como profesión primordial es algo de lo que nunca nos hemos lamentado, sentido pesar ni vergüenza. No fueron pocas las voces pesimistas que, a modo de coro, nos repetían: “Aún estás a tiempo de cambiar de rumbo; podrías ser un renombrado abogado o, tal vez, un acaudalado arquitecto”. Sin embargo, algo más fuerte — en este caso particular, la voz de nuestra madre — nos reiteraba que cuidar de los enfermos y evitar la muerte temprana eran tareas nobles y dignas. Socorrer a quienes están angustiados por una situación de vida o muerte es un acto de heroicidad fraterna.
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Han pasado más de medio siglo desde que dedicamos mente y corazón a aquel juramento hipocrático. Hipócrates, médico de la Antigua Grecia, nos dejó un código de conducta claro ante situaciones graves: “Jamás daré a nadie un medicamento mortal, por mucho que lo soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo… Todo lo que vea y oiga en el ejercicio de mi profesión, y todo lo que supiere acerca de la vida de alguien, si es cosa que no debe ser divulgada, lo callaré y lo guardaré con secreto inviolable… Si cumplo este juramento íntegramente, que me sea concedido gozar de una vida feliz y cosechar los frutos de mi arte, siendo honrado por todos los hombres y por la más remota posteridad. Pero si lo transgredo y perjuro, que me alcance lo contrario”.
Ayer atendíamos al enfermo que llegaba grave a la sala de emergencias sin importar su etnia, sexo, edad, procedencia, nivel social o nacionalidad. Hoy, primero se pregunta si el afectado tiene seguro médico. Luego se clasifica la urgencia del caso, se espera la aprobación de la aseguradora y, solo entonces, se procede a interrogar, examinar, realizar estudios y formular el tratamiento. Es común que el paciente sea llevado al centro más cercano con capacidad para brindar primeros auxilios. Si requiere traslado inmediato, su condición debe estabilizarse mientras se gestiona una cama en un segundo nivel. De no conseguirse, se sigue buscando, quizás mientras su estado empeora. No hay datos confiables que revelen cuántas víctimas mortales ha cobrado la burocracia sanitaria, inoportuna e insuficiente para garantizar la vida en situaciones críticas.
De facultativos guardianes de la salud, nos transformaron en proveedores de servicios, y a los enfermos los convirtieron en clientes. Ahora se negocian “paquetes de salud”: empresas venden seguros familiares o individuales cuya cobertura depende del poder adquisitivo.
De la noche a la mañana, cambiaron las reglas del juego, dejando en desventaja a los más necesitados. Vivimos bajo una ley salvaje: “Sálvese quien pueda”. Aquello que soñamos y por lo que juramos se ha vuelto cenizas. Sin embargo, más temprano que tarde, nos elevaremos como el ave fénix para salir del pantano, purificados y redimidos, con mayor capacidad para servir en un nuevo orden humanizado, donde haya más y mejor vida para todos — sin excepciones — .
Seguiremos sirviendo a la salud individual y colectiva hasta el último aliento.
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