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Al igual que otras mujeres -y hombres también- nos sentimos fatigados de escribir sobre el penoso proceso de reforma al Código Penal dominicano, desde hace más de un cuarto de siglo, lo cual supera el tiempo que lleva este nuevo milenio, y nos retiene en una codificación napoleónica de finales del siglo XVII.
Sin embargo, la situación de un Congreso sometido que regresa al pasado, fundamentado en el doble rasero de un discurso que pregona reformas modernas, mientras en la práctica propone lo mismo, nos impide desfallecer.
El ejemplo de la reacción popular en las protestas del domingo pasado, reclamando y pidiendo que no se perpetúen las “omisiones históricas que abren las puertas de la impunidad y atentan contra los derechos fundamentales de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad”, en sus demandas, nos impulsa a volver a clamar por sensatez.
Como indica la nota de prensa de la Coalición de organizaciones convocantes en el resumen, “la manifestación dejó claro que una parte significativa del pueblo dominicano rechaza la versión del Código Penal que se analiza actualmente en el Congreso Nacional, por considerar que protege a corruptos y agresores, y excluye derechos fundamentales, especialmente de mujeres, niñas, niños y adolescentes”.
Tal como se ha venido denunciando durante semanas -y antes, durante 26 años- este proyecto presentado como modelo, es el mismo que se ha rechazado en varias ocasiones, catalogado como obsoleto, dicen porque:
Por un lado, la traición de nuestros políticos y políticas en general ha sido una constante, por lo que no sería sorprendente que nuevamente apuñalaran por la espalda a mujeres, niñas, niños, y al pueblo, sin mostrar remordimiento.
Pero, por otro lado, se encuentra la justicia como respuesta emocional profunda que conecta con empatía e incentiva a actuar según principios morales.
Y, ¿aún quedan principios morales?
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