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La película fue filmada enteramente con iPhone, un tributo a la estética digital de la primera parte. Cuando Danny Boyle y Alex Garland retoman el universo que ayudaron a redefinir en 2002 con 28 Días Después, el mundo ha cambiado, pero la rabia persiste. “28 Años Después” no es solo una secuela; es un intento ambicioso por cerrar un ciclo mientras abre las puertas a una nueva trilogía. Lo que ofrece es un espectáculo visual al borde del colapso, una reflexión desigual sobre la humanidad en ruinas y, en el fondo, una parábola sobre la herencia y la ruptura.
Han pasado casi tres décadas desde que el “Virus de la Rabia” asoló el Reino Unido. Ahora, el resto del continente europeo ha logrado volver a una cierta normalidad. Solo las islas británicas, convertidas en una especie de zona cero medieval, siguen aisladas, infestadas de variantes cada vez más monstruosas del virus.
Boyle y Garland no pierden tiempo en explicaciones científicas ni en mapas políticos. Simplemente colocan a sus personajes en un mundo fragmentado, donde lo salvaje ha reemplazado a lo civilizado, y donde lo emocional aún sobrevive, a duras penas, entre los restos.
El protagonista es Jamie (Aaron Taylor-Johnson), un hombre endurecido por el tiempo, que vive con su esposa Isla (Jodie Comer), aquejada por una enfermedad mental posiblemente ligada al virus, y su hijo Spike (Alfie Williams), un niño de 12 años a quien Jamie decide iniciar en la violencia del mundo real. Este rito de paso, en el que Spike debe enfrentarse a un infectado, abre una narración que se divide en tres actos con ritmos desiguales pero imágenes memorables. Boyle, fiel a su estilo, impulsa la historia con energía punk, cámara nerviosa y una paleta visual sucia pero hipnótica.
El primer acto recuerda a los mejores momentos de 28 Días Después: silencios interrumpidos por estallidos de violencia, escenarios vacíos donde cada sombra puede ser una amenaza, y personajes con heridas más profundas que sus cicatrices.
La caminata de padre e hijo hacia el continente, cruzando un paso que se inunda con la marea, es un eco directo del romanticismo fúnebre del primer filme. Solo que esta vez no hay taxis destartalados ni esperanzas ambiguas. Lo que hay es una herencia de trauma, y un niño que deberá cargarla.
En el segundo acto, la atención se desplaza hacia Isla, la madre, quien emprende un viaje en busca de tratamiento médico acompañada por su hijo. Aquí la película se fragmenta un poco: el ritmo decae, los diálogos se tornan expositivos y algunos personajes secundarios — como Erik, un extranjero varado en Reino Unido — sirven más como pretextos narrativos que como figuras orgánicas. Aun así, Jodie Comer entrega una actuación contenida pero conmovedora, atrapada entre la ternura materna y los estallidos de una furia que es tanto emocional como biológica.
Es en el acto final donde 28 Años Después encuentra su tono más extraño y, al mismo tiempo, más fascinante. La llegada del Dr. Ian Kelson (Ralph Fiennes) — una suerte de ángel de la muerte con piel cubierta de yodo y una torre hecha de cráneos humanos — transforma la película en algo más alegórico.
Kelson no es un villano, sino una figura simbólica que recuerda más a Kurtz de Apocalypse Now que a cualquier antagonista convencional. Su presencia aporta un giro espiritual a la historia: en un mundo donde la globalización ha colapsado, la medicina y la memoria colectiva son actos de resistencia.
El gran riesgo que toma Boyle es formal. Filmada íntegramente con iPhones — un homenaje a la estética digital de la primera entrega — , 28 Años Después conserva esa textura de noticiero postapocalíptico que hizo tan escalofriante a 28 Días Después. Pero ahora, con la ventaja de una tecnología avanzada, logra crear una imagen mucho más estilizada, sin perder la urgencia. Hay momentos de verdadera belleza visual, como una persecución nocturna con el cielo estrellado de fondo, que contrasta con la brutalidad de los infectados.
En términos temáticos, la película se mueve entre la repetición y la expansión. Retoma ideas ya exploradas — el miedo al otro, el colapso moral de las instituciones, la fragilidad de la civilización — , pero también plantea preguntas nuevas: ¿Qué significa crecer en un mundo sin futuro? ¿Qué clase de esperanza se puede construir sobre un legado de muerte? Spike, el niño protagonista, se convierte en el corazón emocional de la cinta. Su mirada no es la de un sobreviviente cínico, sino la de alguien que aún no ha aprendido a odiar.
La música, compuesta por Hildur Guðnadóttir junto al grupo escocés Young Fathers, le da al filme una dimensión atmosférica que mezcla lo tribal con lo melancólico. Es un sonido que parece surgir de las entrañas del planeta: percusiones ahogadas, cuerdas tensas, voces distorsionadas. La partitura refuerza la sensación de que estamos viendo los últimos fragmentos de una humanidad quebrada, donde la emoción se convierte en eco de una época que ya no existe.
Sin embargo, 28 Años Después no está exenta de problemas. El guion, aunque ambicioso, adolece de inconsistencias: ciertos personajes desaparecen sin explicación, hay escenas que se sienten incompletas y decisiones narrativas que buscan más el impacto que la coherencia. La línea argumental que conecta con las películas anteriores queda apenas sugerida, y es evidente que Boyle y Garland piensan más en el siguiente capítulo (The Bone Temple, previsto para 2026) que en cerrar del todo este.
¿Es 28 Años Después una gran película? No del todo. ¿Es un retorno poderoso y necesario? Definitivamente sí. Como tercera entrega, puede que no alcance el impacto visceral de la primera ni la crudeza política de la segunda, pero logra lo más difícil: revitalizar un universo que parecía agotado. Boyle no ofrece respuestas, sino imágenes. Y en un tiempo donde el apocalipsis ha dejado de ser una posibilidad para convertirse en un género, 28 Años Después nos recuerda que el verdadero horror no está en los infectados, sino en el olvido.
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