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En República Dominicana emerge una generación de políticos relativamente jóvenes que, a simple vista, parecerían encarnar una renovación. Son hábiles en el manejo de las redes sociales, dominan con destreza los algoritmos de visibilidad y se presentan como abanderados de una política más cercana, más emocional y más conectada.
Sin embargo, bajo esa apariencia de modernidad persiste una práctica que remite al viejo orden: el clientelismo no ha sido desmantelado, sino maquillado; el discurso supuestamente disruptivo se reduce a frases vacías envueltas en una buena edición de video. La sensación es que estamos ante una generación de influencers del poder, más que de reformadores.
Sus cuentas de Instagram están mejor diseñadas que sus ideas; sus TikToks tienen más ritmo que sus propuestas. En vez de desafiar la lógica del bajo valor agregado, el paternalismo estatal o el gasto público ineficiente, la nueva generación reproduce los gestos del pasado: la caravana, el abrazo simbólico al pobre, el apadrinamiento puntual de necesidades, pero con drones y likes.
Sus campañas -siempre activas por encima de las normativas de la Junta Central Electoral- están centradas en contenido emocional, uso de influencers y narrativa de “cambio sin conflicto”, sustituyendo, en palabras de Paolo Gerbaudo, el debate ideológico por el espectáculo personal.
Políticos en la nube, ideas del pasado
Aún así, la revolución digital no ha traído una ruptura ideológica ni programática. En otras palabras, esta generación vive en la nube, pero piensa con archivos de la era analógica. Diversos teóricos han señalado que la irrupción de la comunicación digital no ha eliminado las viejas prácticas de poder, sino que muchas veces las reproduce bajo nuevas formas.
Los partidos en la era de las redes sociales son organizaciones digitales encabezadas por hiperlíderes, figuras carismáticas que concentran el protagonismo en línea y flotan por encima del mismo partido, imponiendo una dinámica vertical a pesar del discurso participativo. Lejos de fortalecer la democracia interna, estos nuevos líderes digitales a menudo la eluden, consolidando un personalismo que recuerda al caudillismo tradicional, ahora amplificado por millones de seguidores en redes sociales.
Aprovechan las herramientas de la era digital -campañas de desinformación, propaganda en redes- pero al mismo tiempo emplean métodos clásicos de captura del Estado: cooptan instituciones, reparten prebendas y aplican la táctica del “zanahoria y garrote” para controlar a los aliados.
En pocas palabras, mantienen los ropajes de la democracia como pantalla mientras la vacían desde dentro. Montan una fachada democrática apoyada en nuevas tecnologías, mientras por detrás perpetúan esquemas autoritarios que todos conocemos.
Clientelismo 2.0: favores con likes
Del lado socioeconómico, se observa algo similar: viejas prácticas de patronazgo reviven con estilo 2.0. El politólogo Marco Revelli advierte sobre la creación de mecanismos clientelares modernizados por parte de algunos líderes contemporáneos. El tradicional intercambio de favores por apoyo político se adapta a la era de las redes. Estos líderes lo integran a su estrategia digital. Por ejemplo, se valen del uso partidista de programas sociales focalizados difundidos por Facebook o Instagram, capturan a influencers locales y financian campañas en línea con recursos públicos entregados de forma discrecional para obtener adhesiones en Internet.
La tecnología es apenas una herramienta: puede usarse tanto para empoderar a la ciudadanía como para manipularla, dependiendo de la voluntad política, la existencia de contrapesos institucionales y una cultura democrática sólida. Muchos líderes jóvenes han sabido usar Internet como nueva arena para disputar el poder, pero a falta de esas condiciones profundas han terminado reproduciendo las relaciones de poder existentes en lugar de transformarlas.
Dicho de otro modo, si faltan reformas estructurales de fondo, los “políticos digitales” acaban pareciéndose mucho a sus antecesores, solo que más telegénicos y más hábiles en el espectáculo mediático. Para los votantes queda la tarea de distinguir entre la forma y el fondo: no confundir una estrategia comunicacional moderna con un proyecto político verdaderamente transformador. Cabe señalar, sin embargo, que las mismas herramientas digitales pueden ser un arma de doble filo, ya que también empoderan la vigilancia ciudadana y la exigencia de rendición de cuentas. De hecho, las redes que encumbran a estos políticos pueden igualmente exponer sus incoherencias: si prometen cambio y no lo entregan, el escrutinio público en línea eventualmente podría pasarles factura.
Por lo pronto, los estudios recopilados invitan a mirar con criticidad el brillo superficial de la novedad, para discernir si estos líderes digitales aportan verdadero valor — en prácticas y resultados — o solo nuevas tácticas para viejos fines. ¿Estamos ante una transformación política real o simplemente frente a una versión 2.0 del clientelismo de siempre, ahora con filtros y hashtags? La historia lo dirá, pero el presente exige más escrutinio y menos deslumbramiento.
La oportunidad está aún abierta para que una nueva generación de líderes combine el poder narrativo de las redes con una visión verdaderamente transformadora.
La tecnología no debe ser solo un canal de proyección, sino una aliada para redibujar prioridades, abrir procesos participativos reales y desafiar las inercias del clientelismo.
Lo disruptivo no es subir un reel, sino cuestionar las lógicas heredadas del poder. Hacer política en la era digital exige algo más que visibilidad: demanda propósito, coherencia y valentía para romper con lo que ya no sirve.
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