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La seguridad jurídica, consagrada en el artículo 110 de la Constitución, es, según el Tribunal Constitucional, “garantía de la aplicación objetiva de la ley, de modo que asegura la previsibilidad respecto de los actos de los poderes públicos, delimitando sus facultades y deberes”, de manera que las personas tengan certeza “acerca de cuáles son sus derechos y obligaciones, sin que el capricho, torpeza o la arbitrariedad de sus autoridades puedan causarles perjuicios” (Sentencia TC/0100/13), y puedan confiar legítimamente en la buena fe del Estado, ajustando su conducta al Derecho establecido y a los efectos previstos y prescritos de las normas jurídicas vigentes y válidas.
Diversos mecanismos e instituciones garantizan la seguridad jurídica. En el ámbito de los actos normativos (leyes y reglamentos), la seguridad jurídica exige su precisión o determinabilidad, de donde se deriva el requisito de su claridad, por lo que son inválidas las leyes oscuras o contradictorias; y su densidad, que permita una disciplina suficientemente concreta, densa y determinada de lo regulado jurídicamente, para así asegurar la defensa de los derechos e intereses de las personas. Por otro lado, los actos normativos no pueden producir efectos jurídicos hasta que no hayan entrado en vigor en los términos constitucional y legalmente prescritos, ni ser retroactivos.
Con respecto a los actos de la Administración, la seguridad jurídica se consolida con el principio de inderogabilidad singular de los reglamentos, que impide exceptuar su cumplimiento, sin que previamente se hayan modificado o derogado, siguiendo el debido proceso reglamentario que exige la consulta pública, entre otros requisitos; y la irrevocabilidad del acto administrativo favorable, a fin de salvaguardar los intereses de los particulares destinatarios del acto, quienes tienen derecho a la seguridad jurídica y a la protección de la confianza, irrevocabilidad que solo cede, ya sea como resultado de recursos administrativos o jurisdiccionales, o bien como consecuencia de un proceso judicial de declaración de lesividad.
En el ámbito de los actos jurisdiccionales, la seguridad jurídica se protege mediante: la debida motivación de las sentencias, lo que garantiza la imparcialidad del juicio y la posibilidad de interponer recursos contra las decisiones judiciales desfavorables; el instituto de la cosa juzgada, lo que no impide la revisión ante el Tribunal Constitucional de las sentencias firmes; y el precedente jurisdiccional, que asegura que los jueces se atengan a la jurisprudencia establecida en casos similares, debiendo motivar adecuadamente los cambios jurisprudenciales y la revocación de sus precedentes.
Sin embargo, ninguno de estos mecanismos e instituciones garantizan la seguridad jurídica si no existe una dogmática que estabilice el derecho en el tiempo, mediante la sistematización y fundamentación de un conjunto de criterios interpretativos de las normas.
Y es que, como bien señala Carlos Peña, “la seguridad que se demanda del derecho no proviene de los textos, sino de los juristas que trabajan con ellos. Los juristas son quienes, en realidad, producen el valor de la seguridad jurídica al estabilizar un conjunto de criterios que median entre las reglas y los casos”. De ahí la importancia, para evitar la degeneración del derecho positivo provocada por una interpretación dogmático-jurisprudencial distorsionada, dirigida a complacer a los poderes públicos o privados, de la crítica doctrinal de las líneas y precedentes jurisprudenciales.
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