Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.
Los gobiernos, como los seres vivos, envejecen. Su piel política se llena de cicatrices, sus reflejos pierden agilidad y, sobre todo, su crédito social se diluye. No siempre es la corrupción lo que corroe la confianza; a veces basta con el paso del tiempo, con promesas incumplidas que se acumulan como facturas impagas o con reformas que se estancan en la carpeta de “pendientes”. En ese clima, cada palabra del poder pesa más, cada gesto se magnifica y la comunicación deja de ser un ejercicio rutinario para convertirse en un acto quirúrgico que demanda tacto, prudencia y, sobre todo, estrategia, porque -como afirma Dominique Wolton- “la política está hoy en crisis, en parte porque los ciudadanos son mucho más exigentes con sus líderes”.
En tiempos de desgaste, la comunicación oficial ya no puede descansar en el simple optimismo del inicio de un mandato. El tono debe cambiar. Hay que hablar menos para decir más, escoger las batallas y, sobre todo, construir mensajes que no suenen a eco vacío. La historia reciente ofrece ejemplos luminosos y también fracasos estruendosos que permiten trazar un mapa de lo que funciona y lo que hunde en tiempos críticos.
Lula da Silva (Brasil, 2003-2010) es uno de esos ejemplos emblemáticos. En pleno escándalo del Mensalão (2005), cuando las pruebas y los titulares amenazaban con derribar su gobierno, no se escondió tras tecnicismos ni culpó a un enemigo difuso. Dio un paso al frente, pidió disculpas, se declaró traicionado y volvió la conversación hacia lo que podía mostrar: resultados sociales tangibles. Fue un acto de control narrativo que no solo le salvó el mandato, sino que le permitió cerrarlo con niveles récord de aprobación.
En Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Ardern (2017-2023) enfrentó dos terremotos políticos: una masacre terrorista (2019) y una pandemia global (2020-2021). Su respuesta fue un manual de empatía en tiempo real. Llamó a su país “un equipo de cinco millones” y habló de unidad con un tono cálido, sin renunciar a decisiones duras. Prohibió armas de asalto tras el ataque y cerró fronteras antes de que el virus golpeara con fuerza. Su discurso no fue retórica, fue un contrato moral cumplido.
En América Latina, Andrés Manuel López Obrador (México, 2018-2024) encontró en la rutina diaria de Las Mañaneras una herramienta para fijar agenda y mantener movilizada a su base. Le habla directamente al pueblo cada mañana, sin intermediarios, marcando la conversación política del día. Su estilo, con todo y controversias, logró amortiguar el desgaste habitual de los gobiernos largos.
Pero también hay espejos donde nadie quiere mirarse. Sebastián Piñera (Chile, 2018-2022), en el estallido social de 2019, eligió el peor comienzo posible: “Estamos en guerra”. Esa frase encapsuló un error de diagnóstico y de tono, agravó la distancia con la calle y, aunque después pidió perdón y ofreció reformas, lo hizo tarde, cuando la desconfianza ya estaba endurecida.
Theresa May (Reino Unido, 2016-2019), en la gestión del Brexit, tampoco encontró el pulso. Su comunicación fue gris, evasiva, incapaz de ofrecer un relato que uniera a un país fracturado. El silencio y la tecnocracia no son refugio cuando la política arde; son combustible para el fuego.
De esas historias se desprenden algunas reglas que parecen infalibles cuando la marea está en contra: reaccionar rápido antes de que otros definan el relato; hablar con empatía real, no con fórmulas de manual; ser transparente incluso al admitir errores; construir un marco narrativo claro y propio y respaldar cada palabra con hechos verificables. A esto se suma un antídoto contra la sobreexposición, que es diversificar las vocerías y dejar que la figura del líder respire.
La República Dominicana vive hoy un momento particular. El presidente conserva niveles de aprobación que otros colegas latinoamericanos en segundo mandato envidiarían, pero sería ingenuo negar que hay señales de fatiga. La rueda de prensa de cada lunes, LA Semanal, recuerda a las Mañaneras mexicanas por su constancia y cercanía aparente. Sin embargo, la semejanza es parcial, pues en México, López Obrador logró un control casi total de la narrativa, mientras que en el terreno dominicano la conversación está mucho más fragmentada y crispada.
Quizás el presidente Abinader parte, para su gestión narrativa, del principio de Maxwell McCombs sobre la agenda setting, que señala: “Los medios no nos dicen qué pensar, pero sí sobre qué pensar.” No obstante, en un país con alta polarización, hablar todos los lunes puede ser un arma de doble filo. Por un lado, permite ocupar espacio y fijar temas, pero por el otro, aumenta el riesgo de saturar y dar munición a la crítica.
El reto es claro: mantener el capital político sin que el desgaste natural del tiempo en el poder lo erosione a una velocidad mayor. Eso implica medir cada palabra, dejar espacio para que otros voceros amplíen la voz del gobierno y enfocar el discurso en logros concretos que conecten con las preocupaciones inmediatas de la gente. “Las personas deciden apoyar a un político en respuesta a la carga emocional de los símbolos que éste evoque, más que por un análisis racional de sus políticas”, dice Murray Edelman.
En política, el desgaste es inevitable. Entregarse a él sin pelear es opcional. Y esa pelea no se gana con discursos vacíos ni con presencia rutinaria en la agenda mediática, sino con mensajes que conecten con la vida real de la gente, símbolos que movilicen y resultados que hablen por sí solos. En un país tan polarizado como la República Dominicana, la comunicación del poder no puede limitarse a ocupar espacio. Debe conquistar significado. Porque, al final, no se trata de hablar más, sino de decir lo justo, en el momento preciso, y lograr que la mayoría escuche y crea.
Agregar Comentario