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Con diez episodios y una segunda temporada en perspectiva, MobLand se dibuja como algo más que otra historia de mafiosos. El cine sobre mafias siempre ha sido un terreno fértil para desentrañar las tensiones entre poder, lealtad y sangre. Pero cuando esa fantasía se lleva a la televisión con una producción de la envergadura de MobLand (de Paramount +), el resultado adquiere nuevas dimensiones. La serie, liderada por Ronan Bennett y apoyada por el pulso visual de Guy Ritchie, se instala en el Londres actual para contar una historia que podría ser clásica, pero que se renueva gracias a un elenco brillante y a una atmósfera turbia que late en cada escena. En el centro está Harry Da Souza, encarnado por un Tom Hardy en estado volcánico. Un “fixer”, un hombre al que se acude cuando todo lo demás falla, y que transforma cada aparición en una exhibición de físico e intensidad. Hardy construye un personaje contradictorio: brutal y sensible a la vez, capaz de arrasar en un enfrentamiento y, a la vez, detenerse para negociar con sicarios. Esa dualidad es la que define el tono de la serie: nada es blanco o negro, sino un gris denso donde la moral es solo una ilusión. La familia Harrigan, con Pierce Brosnan y Helen Mirren al frente, aporta el peso simbólico del legado. Brosnan rompe con su imagen de agente sofisticado y elegante para interpretar a un patriarca mafioso que destila cinismo y violencia contenida. A su lado, Mirren se adueña de la pantalla como Maeve, la verdadera titiritera de la historia, la voz que susurra y manipula desde las sombras. En ella recae buena parte del misterio: ¿protege a su familia o la lleva a la ruina? La puesta en escena alterna entre la opulencia de mansiones con jardines y la sordidez de bares oscuros, almacenes húmedos y callejones sin salida. Esa dicotomía espacial refuerza la idea de un mundo donde lo elegante no logra encubrir la corrupción. Ritchie imprime su sello en las dos primeras entregas: planos frenéticos, diálogos afilados y un sentido de violencia coreográfica que recuerda sus inicios, aunque aquí el humor casi no se asoma. Más allá de los clichés inevitables del género — herederos rebeldes, guerras entre clanes, venganzas personales — MobLand logra instalar preguntas más profundas. ¿Qué significa pertenecer a una familia cuando el apellido conlleva una condena? ¿Hasta dónde llega la lealtad en un ecosistema regido por el miedo y la ambición? El personaje de Harry encarna esa tensión de manera brillante. Su amistad con Kevin (Paddy Considine) y su relación rota con su propia esposa lo convierten en un hombre partido en dos mundos: el de la lealtad a una familia que no es la suya y el de una vida personal que se desmorona bajo el peso de la violencia. El guiño a Los Soprano mediante las sesiones de terapia matrimonial refuerza esta idea: incluso el más duro necesita un respiro en un mundo que no permite debilidades. El gran acierto de la serie radica en la construcción coral. Cada personaje tiene un matiz, una arista que lo salva del estereotipo. Desde Eddie, el nieto problemático, hasta las figuras femeninas que se mueven entre la manipulación y la resistencia, todos participan en este tablero donde el poder se juega con sangre y silencio. Con diez episodios y una segunda temporada en perspectiva, MobLand se perfila como algo más que otra saga de mafiosos: es una exploración del poder familiar en tiempos de decadencia, un espejo oscuro donde Londres se convierte en un personaje más, atemporal y envenenado. Puede que la serie no reinvente el género por completo, pero sí lo revitaliza con actuaciones magnéticas y un pulso narrativo que nunca pierde fuerza. Hardy, con su impactante presencia, es el eje sobre el que gira todo, pero es la red de intrigas, lealtades y traiciones lo que convierte a MobLand en una experiencia digna de sumarse al canon del drama criminal contemporáneo.
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