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Un tributo a la ciudad histórica en mi obra escrita

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Y como parte de la respuesta, pongo un ejemplo tangible: el caso de la ciudad amurallada, llamada Ciudad Colonial, con sus edificios coloniales, pieza clave y referencia de Ciudad Nueva.

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En un artículo previo, mencioné los desafíos y recursos estéticos que nutren la esencia de mi literatura; y otra parte, en detalle, ya fue revelada mediante una extensa entrevista al autor por Nerys Filpo Ureña.

El diálogo con la académica formó parte del soporte teórico que empleó para su tesis doctoral, presentada en la Universidad de Puerto Rico, titulada “La caracterización del personaje masculino y el cronotopo de la ciudad en la cuentística de Rafael García Romero”; y recuerdo que me preguntó si podría describir esa ciudad de Santo Domingo que aparece en muchos de mis libros.

En ese instante le respondí que se trata de una ciudad de Santo Domingo ya existente, pero que, a la vez, es una urbe en constante cambio, con vida propia y en desarrollo; y con el argumento de que Santo Domingo es una ciudad consolidada y en expansión, planteo que hay que tomar en cuenta todo el legado histórico que ella representa.

Y como parte de la respuesta, pongo un ejemplo tangible: el caso de la ciudad amurallada, llamada Ciudad Colonial, con sus edificios coloniales, pieza clave y referencia de Ciudad Nueva.

¿Y qué sucede con Santo Domingo? Planteo, en medio del diálogo, esa pregunta; y contesto: Es un asentamiento humano atemporal donde aún hay fuertes reminiscencias del pasado, de la época colonial, de un país que hoy, y desde 1844, se denomina República Dominicana. Un espacio urbano donde tanto ciudadanos como visitantes de otros países pueden sentirse personajes ficticios o ubicuos que ven y transitan las calles empedradas y respiran el aire que alimenta el Alcázar de Diego Colón, llegando a creer que están viviendo en otra dimensión.

Son calles y espacios que narran el pasado, a través de tantos edificios señoriales de la colonia, aún en pie. Es un fenómeno alucinante, porque a la vez nos encontramos con edificios del siglo XVII, con más de 300 años en sus muros; y añadimos edificios que desafían el tiempo, construidos en los siglos XVIII, XIX y XX; y, ahora, ya encontramos edificios del siglo XXI.

La grabadora de Nerys absorbe, en silencio, mis palabras; y ella, atenta a lo que temporalmente se convirtió en un monólogo, se percata de lo que quiero transmitir. Es decir, que la arquitectura va de la mano del hábitat y la necesidad del hombre de crear fuertes lazos de vecindad cotidiana, social y culturalmente en la ciudad. Tenemos, por ejemplo, un espacio abierto, con un árbol alto y frondoso. Ese lugar público, inicialmente bautizado como Parque Cristóbal Colón, y que conserva su nombre, era un anexo de la Catedral Primada de América, Santa María la Menor, construida en estilo gótico isabelino.

El parque aún mantiene una existencia sobria de manera muy particular. Posee una estatua del almirante genovés en el centro, bancos de hierro empotrados sobre los adoquines, cientos de palomas que se acicalan, buscan migas en el suelo, o vuelan, mientras cuatro o cinco bardos de mirada insomne, sin rumbo fijo, se mantienen sentados bajo un árbol alto y frondoso.

El monumento de piedra conocido como Puerta del Conde (restos de una muralla colonial que defendía la ciudad de ataques marítimos) comparte espacio con el Parque Independencia, que también ha sobrevivido al tiempo y se mantiene en el mismo lugar. Son espacios con los que tanto los dominicanos del siglo pasado como los del presente pueden identificarse, reconociéndolos como lugares que contribuyen a la identidad de Santo Domingo.

Esos espacios arquitectónicos funcionales, con soluciones viales y otros como ruinas imponentes, perduran, inevitablemente, a través de la literatura, se preservan mediante la fotografía, o se disfrutan visualmente con las producciones cinematográficas; pero la parte, diría yo, fundamental, que hace que esos espacios perduren y se arraiguen en el imaginario colectivo, se debe a la incansable memoria histórica. Son vestigios, mensajes internos de esa memoria y sus múltiples conexiones, anclados en el presente a través de la música y letras de canciones y narrativas de la oralidad, o las voces, como yo las llamo, de relevo.

No hay forma más práctica y trascendente que trabajar conscientemente un tipo de literatura que ayude y aporte a consolidar una memoria de relevo. Y qué mejor que hacerlo mediante la literatura, con la publicación de novelas, cuentos y poesías.

La literatura tiene el poder de lograrlo, y al mismo tiempo, el lector tiene la oportunidad de retroceder en ese recuento, en esa crónica de la ciudad y leer en cada página, de nuevo, una y otra vez, las zonas o párrafos de gran impacto estético e histórico; y qué curioso: lo mismo ocurre con las películas. Por eso, no hay nada que se parezca más a una película que una novela literaria bien narrada.

La literatura, sobre todo, realiza aportes imperecederos y posee la fuerza de un legado inmaterial cuando se aborda desde un enfoque sincrónico, como yo la trabajo, basándome en una corriente visual. Por eso, hay muchos fragmentos de mis cuentos apoyados en una técnica de la visualidad. Son parte de una estructura cinematográfica, con sustento, principalmente, visual. Así, de esa manera, intento trabajar la naturaleza de los diálogos para transmitir imágenes impactantes mediante las palabras correctas, con el objetivo de que el lector pueda impregnarse sensorialmente de esas imágenes y, con seguridad, lo haga apegado al ritmo, al paso alegre y acompasado que impone la lectura de mis cuentos.

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