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Agresión y difamación en la esfera digital como vulneración de los derechos humanos

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Lo que antes era una agresión privada, relegada al silencio o al rumor de pasillos, se convirtió en contenido viral.

Este contenido fue hecho con la asistencia de una inteligencia artificial y contó con la revisión del editor/periodista.

La violencia digital se ha transformado en una forma de hostigamiento silencioso y subrepticio, que circula a través de pantallas y dispositivos para incrustarse en la cotidianidad de innumerables personas. No precisa contacto físico para dejar secuelas: basta una publicación, una foto manipulada o un comentario malintencionado para poner en tela de juicio el pilar esencial de los derechos humanos —la dignidad— frente a una audiencia invisible pero implacable, causando un daño que no se mide en contusiones, sino en la destrucción del honor, la intimidad, el derecho a vivir sin temor, y la generación de dudas y cuestionamientos en el entorno del afectado.

En los últimos meses, la sociedad dominicana ha sido testigo de procesos judiciales, investigaciones periodísticas y el uso de redes sociales como arena de defensa y ataque, en torno a acusaciones mutuas que se desarrollan en plataformas digitales, vulnerando la dignidad, el honor y el buen nombre de muchas personas, tanto figuras públicas como ciudadanos anónimos. En la intervención de hoy analizaremos cómo esas situaciones transgreden y hiñen los derechos humanos de los vulnerables y, desde aquí, extiendo mi solidaridad a toda víctima de este tipo de agresiones.

En la República Dominicana, esta modalidad de violencia comenzó a cobrar forma cuando el morbo halló en la difusión de imágenes íntimas —por despecho, venganza o simple crueldad— un espectáculo aceptado. Lo que antes era una agresión privada, relegada al silencio o al rumor de pasillos, se convirtió en contenido viral. Desde entonces, el perjuicio dejó de ser íntimo para volverse público, multiplicado por pantallas, compartido por desconocidos y legitimado por la indiferencia. El morbo se institucionalizó en correos electrónicos, chats y en las primeras redes de publicación de imágenes, proporcionando al agresor digital su primer terreno fértil. Mujeres, periodistas, activistas y personalidades han sido blanco de campañas difamatorias que no buscan el debate, sino la aniquilación moral. Las redes sociales, lejos de ser espacios de diálogo, se han transformado en tribunales sin garantías, donde el anonimato y la viralidad dictan sentencia. Lo que antes se resolvía en los márgenes del chisme o la calumnia, hoy se magnifica desde un smartphone, una cuenta falsa o programas digitales sin regulación que premian la falsedad y la vulgaridad, y penalizan la dignidad.

La difusión de imágenes sin autorización, los ataques coordinados, la manipulación de narrativas para desacreditar denuncias o trayectorias, son solo algunas manifestaciones de esta violencia. Aunque la Ley 53‑07 sobre crímenes de alta tecnología contempla sanciones por delitos informáticos, el marco jurídico resulta insuficiente ante una realidad que avanza más rápido que la justicia. No existe aún una normativa que reconozca el ciberacoso con enfoque de protección a los grupos vulnerables, ni protocolos claros para amparar a las víctimas en el entorno digital.

La difamación en línea no es sólo un delito: constituye una vulneración de derechos fundamentales. La respuesta debe ser integral, con leyes precisas, mecanismos de protección, campañas de sensibilización y una cultura digital que rechace el odio como forma de opinión. La verdad digital no es sólo una cuestión técnica: es un terreno de disputa ética, política y simbólica que atraviesa los derechos humanos. En la era de los algoritmos, la verdad ya no se construye únicamente a partir de la evidencia, sino desde la visibilidad, la viralidad y la manipulación de relatos. Y en ese escenario, los derechos humanos se enfrentan a nuevos retos.

Lo más alarmante es que esta violencia no solo afecta a quienes la sufren directamente. También genera miedo, autocensura, abandono del activismo y debilitamiento del debate público. La difamación digital transgrede derechos humanos esenciales: el honor, la intimidad, la libertad de expresión y la participación política. Lo hace en un contexto donde la verdad ya no se forja únicamente desde la evidencia, sino desde la viralidad, la manipulación y la repetición.

Frente a este panorama, es urgente una respuesta integral. No basta con castigar al agresor: es necesario transformar el entorno. Se requiere una legislación específica que reconozca la violencia digital como una forma de agresión estructural. Se necesitan campañas de sensibilización que desmonten la cultura del morbo y el odio disfrazado de opinión. Deben crearse mecanismos institucionales que acompañen a las víctimas, que les devuelvan la voz sin convertirlas en espectáculo.

La Corte Interamericana ha recordado que la libertad de expresión conlleva responsabilidades: actuar de buena fe, respetar la dignidad ajena y contribuir al debate democrático. En la era de los algoritmos, defender los derechos humanos en lo digital significa proteger el derecho a existir sin ser borrado, manipulado o silenciado. Porque la verdad digital no puede depender de intereses privados ni de plataformas opacas; debe construirse colectivamente, con memoria, justicia y respeto.

En ese esfuerzo, cada palabra cuenta. Cada denuncia, cada gesto de solidaridad, cada intento de devolver la humanidad a lo que el odio quiere convertir en mercancía. La violencia digital no es inevitable. Es una forma de poder que puede y debe ser confrontada, con leyes, ética y ciudadanía activa. Porque, al fin y al cabo, lo que está en juego no es sólo la reputación de una persona, sino el tipo de sociedad que estamos dispuestos a construir: una donde la dignidad no se negocie y el silencio no sea la única salida.

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