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Capitán del Ejército y nostálgico del periodo dictatorial, Bolsonaro abrió las puertas a los militares dentro de los pasillos del Palacio de Planalto a lo largo de sus cuatro años al frente del país (2019‑2022).
Durante mucho tiempo, Jair Bolsonaro fue venerado como el “mito” de la ultraderecha brasileña, idolatrado por sus seguidores como el mandatario que desató los intereses de los sectores más conservadores de Brasil. Hoy ese mito se desmorona después de ser condenado por un intento de golpe de Estado.
Sin embargo, esos mismos generales no se dejaron arrastrar al ajuste golpista que Bolsonaro pretendía ejecutar para mantenerse en el poder tras su derrota electoral de 2022. Por ello, a los 70 años se enfrenta a la posibilidad de pasar el resto de sus días tras las rejas o bajo arresto domiciliario; este viernes conocerá la duración exacta de la sentencia.
A los ojos de sus seguidores más radicales, Bolsonaro seguirá siendo un líder pese a la condena. Decenas de miles de fieles le mostraron su apoyo incondicional el pasado fin de semana en concentraciones en varias capitales del país.
Bolsonaro forjó su figura de caudillo de la derecha con un discurso encarnizado contra el comunismo, al que veía como la encarnación del tres veces presidente Luiz Inácio Lula da Silva.
Su autoridad se consolidó gracias al apoyo inquebrantable de los sectores más conservadores de la sociedad: los evangélicos, el poderoso agro‑industrial y la industria armamentista y de seguridad, representados en el Congreso por las llamadas “bancadas de la Bala, el Buey y la Biblia”.
Para complacer a esos grupos, liberó la comercialización de armas, eliminó trabas medioambientales a la expansión agropecuaria y a la tala ilegal de la Amazonía, y frenó las políticas de igualdad de género y de protección a la diversidad sexual.
Más allá de Brasil, halló respaldo en la extrema derecha que ha ganado fuerza en Europa y América, y buscó estrechar lazos especialmente con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a quien llegó a persuadir para que impusiera sanciones económicas a Brasil en represalia por el juicio.
En sintonía con las posturas del movimiento evangélico, abrazó con fervor la causa israelí; la estrella de David siempre ondea en las manifestaciones en las que sus seguidores reclaman una amnistía para Bolsonaro.
La popularidad del exmandatario también se explica por su empeño en cultivar un culto a su personalidad. Durante años, repartió a aliados, dentro y fuera del país, medallas del “Club Bolsonaro”, con su fotografía coronada por expresiones groseras y epítetos de contenido sexual.
Su lenguaje vulgar, su estilo directo y su rechazo a la corrección política se convirtieron en parte esencial de la imagen que forjó, intentando captar la simpatía de votantes de clases bajas y de áreas rurales.
Sin embargo, esa dureza también le ha costado. Durante la pandemia mostró un desprecio constante hacia las víctimas del virus, minimizando el sufrimiento de los enfermos y exhortando a los brasileños a dejar de ser “un país de maricones”.
Los votos que perdió por su gestión de la crisis sanitaria y su falta de empatía fueron decisivos para explicar su derrota en las elecciones de 2022, un traspié que lo llevó a tramar la conspiración que hoy le ha valido la condena.
El pasado fin de semana, su tercera esposa, Michelle Bolsonaro, pidió compasión para su marido, llorando ante el micrófono y quejándose por la “humillación” de vivir bajo arresto domiciliario, vigilado por la policía y con una tobillera electrónica.
Esa tobillera, por cierto, se ajusta a una de sus piernas que, aunque muchos seguidores ignoren el detalle, le valió el apodo de “mito”.
Porque ese “mito” en realidad no surgió como una exaltación de su liderazgo, sino como abreviatura de “palmito”, el cogollo de la palma, apodo que le dieron sus compañeros de la academia militar al burlarse de sus piernas delgadas.
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