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Se puede afirmar que la democracia llegó a América con la independencia de los Estados Unidos y la redacción de su Constitución a finales del siglo XVIII. Pilar de todas las libertades ha sido la Primera Enmienda constitucional, garantía en ese país de la libertad de expresión… hasta hace ocho meses.
Fidel Castro extinguió la prensa independiente en Cuba y, desde hace más de seis décadas, la población cubana no dispone de medios para informarse de todo lo que le concierne. Augusto Pinochet impuso una censura rigurosa a los periódicos en Chile y gobernó con puño de acero. Hugo Chávez clausuró canales de televisión, centralizó los medios afines y los venezolanos comenzaron a leer, escuchar y ver únicamente noticias favorables al chavismo.
Nicolás Maduro siguió la misma senda. En la Nicaragua de Daniel Ortega y Rosario Murillo no se publica nada que no favorezca al régimen, y los nicaragüenses carecen del derecho a informarse y tampoco gozan de libertades individuales y colectivas. Se cerraron los periódicos y los medios disidentes.
Podría citar otros casos similares, pero basta con los anteriores para ilustrar cómo actúan los dictadores o gobernantes antidemocráticos que, por cierto, comparten otro rasgo: controlan la justicia y la emplean a su favor, muchas veces, para silenciar cualquier voz que pretenda defender los auténticos valores democráticos.
En cuanto a libertad de expresión y prensa, Estados Unidos ha sido casi siempre un oasis entre los países de América. Mientras se libraban encarnizadas batallas por la prensa en Cuba, Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Guatemala, Bolivia, México, Argentina, El Salvador y Perú –entre otros–, la poderosa y en constante expansión prensa estadounidense se mostraba sólida e intangible frente al poder que emana de la Casa Blanca, el Capitolio e incluso la Corte Suprema.
Durante más de una década participé en misiones para proteger la libertad de prensa en el continente y recorrí todos los países mencionados –menos Cuba, porque se nos negó el ingreso-. Se presentaron casos sumamente graves e irresolubles en medio de intensas crisis, pues el objetivo era impedir que la población estuviera informada. Mientras tanto, la prensa estadounidense apenas registraba algunos incidentes aislados en los que la justicia exigía señalar la fuente de una publicación, pero siempre se hallaba una salida bajo amparo de la Primera Enmienda, la misma que asegura la libertad de expresión.
Era motivo de orgullo para los periodistas de esa nación citar a Thomas Jefferson, considerado uno de los padres fundadores, quien afirmó que “si tuviera que elegir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”. Esa frase merece repetirse en las aulas de periodismo, pero también en las de ciencias políticas.
Hoy la situación es dramática. El presidente Donald Trump se ha alejado totalmente de la filosofía de Jefferson. El castigo, las demandas judiciales y la intimidación se han vuelto práctica cotidiana saliendo del Despacho Oval, como si se tratara de aranceles. En poco tiempo desaparecieron los regaños presidenciales a periodistas de CNN u otros medios en las conferencias de prensa. Trump no anda con rodeos y pronto inició una política intimidatoria de demandar a medios por 10, 15, 20 o 30 mil millones de dólares, cifras descomunales cuyo verdadero objetivo es acallar a la prensa y limitar las opiniones que llegan a los estadounidenses.
Como dice una frase popular entre los periodistas: “Quien tiene la información tiene el poder”. De eso se trata. Ese poder ha sido buscado por los Castro, Chávez, Pinochet, Maduro, Ortega, Correa, Fujimori, el PRI en su momento en México, y tantos dictadores o aspirantes a dictador a lo largo y ancho del continente y la historia. Eso es precisamente lo que hoy intenta Donald Trump, al intentar silenciar, censurar o intimidar a CBS, ABC, The Wall Street Journal y, más recientemente, al New York Times, víctimas de sus multimillonarias demandas.
Jefferson no se consideraba intocable –sin duda alguna– para escapar de la crítica. Sabía que debía respetar los principios que él mismo ayudó a consagrar en los mandatos constitucionales de los Estados Unidos. El poder y la soberanía deben residir en el pueblo y, para ello, necesita contar con la información necesaria para defender sus derechos, la libertad y combatir la corrupción.
Cabe señalar que, en esta era de facilidades para difundir información, hay que añadir otros factores peligrosos, como la manipulación de las redes sociales. Tampoco eso ha quedado al margen del magnate y presidente estadounidense. Ha presionado a China y a TikTok para que esa plataforma pase a manos americanas. ¿Algún grupo “amigo”?… Ya lo veremos.
En 1964 la Corte Suprema de los Estados Unidos dictó que “la discusión pública es un deber político y debe ser desenfrenada, vigorosa y totalmente abierta” y que “puede incluir ataques vehementes, cáusticos y, a veces, poco placenteros y agudos contra el gobierno y sus funcionarios”.
Eso era en aquella época ejemplar que mencioné antes. Ahora, la Corte Suprema, alineada con Trump, puede dictaminar contra la prensa independiente, solo por decir la verdad.
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